Verano de aviones y latas de atún

LO QUE LLEVO EN MI MALETA ·

Un trabajo estival te acerca a la edad adulta, te consigue los primeros ahorros y permite disfrutar de que tus padres 'se independizan' por fin de casa. Todo bien, hasta que abres la nevera y no hay nada

Miércoles, 12 de agosto 2020, 23:48

13 de agosto. Ni una gota de leche en la nevera, ni una rebanada de pan duro, ni un triste yogur que echarse al estómago. ... La manzana arrugada del fondo del cajón casi parece un apetecible manjar en una mañana asfixiante de calor y sin ruido en casa. Cuando tienes 18 años y tu primer trabajo de verano, crees que te vas a comer el mundo, pero de lo que te alimentas es de latas de atún y de sardinas mientras compruebas –con tanta hambre como asomo de vergüenza– que la nevera que milagrosamente estaba llena todo el año, tiene más estantes de lo que nunca habías pensado. No es una maldición del día 13, es que los víveres que dejaron tus progenitores antes de irse a la playa de vacaciones te han durado apenas dos semanas y hace días que no comes un plato caliente hecho en casa.

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Salir por la noche –sin miedo, no como este verano– sin que nadie vigile a qué hora vuelves tiene encanto al principio, pero luego palidece cuando compruebas que no te queda ropa limpia y que no has calculado que un domingo no abren los supermercados y te queda la honrosa alternativa de hacerte la nieta cariñosa y visitar a los abuelos que siempre tienen una olla llena.

Mis primeros veranos sola en casa fueron al inicio de este siglo XXI y, seguro que como en mi caso, muchos aprendimos «lo que vale un peine» cuando un trabajo nos privó de ir al apartamento familiar en la playa o a la espaciosa casa del pueblo a disfrutar de los amigos de la infancia. En concreto, aprendimos las mil y una combinaciones gastronómicas de una lata de atún, a colgar en una percha una camisa recién lavada para que se planche sola y a no quejarte cuando comes cuatro días seguidos el mismo guiso, el único que haces en todo un mes. Eso sí, nunca has sido tan limpio como entonces, para no tener que recoger después la casa.

En mi caso, aquel primer trabajo estaba relacionado, directamente, con las vacaciones de los demás. Trabajar en un aeropuerto –yo lo hice en el de Málaga– era ver a miles de 'guiris' llegar con la piel blanca los domingos por la noche en aviones abarrotados y contemplarlos partir con la piel color fucsia el siguiente domingo por la mañana.

Aquellos veranos aeroportuarios de dormir poco y comer menos aprendí que las aerolíneas sí son suspersticiosas y por eso no hay fila de asientos con el número 13, que los aviones no tienen marcha atrás –hay que empujarlos con un tractor–, pero sí tienen cláxon, para disfrute de algunos pilotos que se aprovechaban viendo saltar del susto a cualquier trabajador al que el bocinazo le pillaba desprevenido. El que lleva cuatro barras doradas en la chaqueta es el comandante, y por debajo de cuatro son 'el segundo'. A la azafata jefa de cabina, por contra, se le llama 'number one'.

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También se aprende inglés sin necesidad de hacer una estancia en Londres y se da una cuenta de que los francófonos hablan fatal la lengua inglesa. Esto lo aprende también el que haya trabajado como socorrista en hoteles o camarero en bares o chiringuitos de la Costa. En aquellos primeros veranos currando da tiempo a trabajar de sol a sol –con 18 años nadie tiene un trabajo perfecto–, a estrenarte en la adicción al café y a ser más cauto con el dinero, que se aprende lo que cuesta ganarlo. Y, hay que admitirlo, a valorar más las albóndigas maternas y a esa persona desconocida que llena la nevera.

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