El verano que aprendí a beber a caño

Lo que llevo en mi maleta | 1973 ·

Entonces no había cursos de natación y aprendías por tu cuenta, a base de 'ahogaíllas' y de pasar mucha vergüenza, el gran motor a esa edad. Ese año superé otro rito de paso: beber a caño del botijo de los mayores

Jueves, 23 de julio 2020, 00:17

El botijo grande pesaba un quintal y había que mantenerlo a pulso en alto, extendiendo los brazos hasta que te temblaran para que el chorro ... hiciera arco, como hacían tus tíos apretando la bota de vino, y luego te limpiabas la boca como ellos, con el torso chulesco de la mano.

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Al menos el agua no manchaba. El rubor sí, cuando te ponías chorreando. El botijo estaba entonces por todas partes, en casa, en el colegio, en el campo, en la iglesia, en la plaza de toros o en los talleres mecánicos tiznado de grasa. Durante el invierno desaparecía, a veces lo encontrabas escondido en una alacena, con cartones en la boca para que no entraran bichos. Y cuanto llegaba el calor, allí estaba. Si querías agua fresca en casa de los abuelos en los años sesenta y hasta en los setenta, o ibas al pozo donde ponían a refresco la sandía o intentabas alzar el búcaro, el pipo y tantos otros nombres que descubres después, cuando llegas al 'Bartolo', el colegio mayor.

Además de que la pelota y el botijo se llevan mal, lo primero que aprendías es a no chupar. Era sacrilegio. Te caía un sopapo o te soltaban un 'nenaza' de mucho más dolor. En clase cualquiera se arriesgaba. Entonces la letra aún entraba con palmeta, ya fuera regla de madera de 40 centímetros y agujero, pestuga de olivo («te temo más que a una vara verde») o, el colmo de la sofisticación torturadora, la goma naranja de repuesto de la estufa catalítica, que siempre estaba cerca del don de turno, ni 'profe' ni Rafa ni leches.

Se imponía pues aprender a beber a caño. De ese verano no pasaba, aún a riesgo de acabar embotijado. A esa edad, el peso ya no era tanto el problema como la técnica. Nadie te decía que además de embocar había que tragar, para poder absorber tal caudal sin rebosar. Una vez aprendido, tenías sed a todas horas, y hasta le cogías cariño, y más cuando llegaba a casa un botijo nuevo, áspero aún, inmaculado, y durante tres días lo curaban con anís para que no supiera a barro, y tampoco a anís. Y entendías que la abuela le hiciera un tapón ajustable de croché, antes de que llegaran los de plástico, también para el piporro con una grácil cigüeña albina en el extremo (en el campo le poníamos un palito) para que no entraran los bichos, y un plato debajo que siempre era verde nadie sabe por qué.

Ahí empezó el final del botijo. Llegaron las botellas de plástico, y para entonces todo lo metíamos ya en la nevera. Decía mi abuelo que si un día no encontrábamos los zapatos, que mirásemos dentro. Dejó de gustarnos el agua fresca, la queríamos helada, más chic, de nuevo rico. Y en julio llegó el aire polar y la faringitis estival. Sudar estaba mal visto, era de pobres, de emigrantes, de charnegos, de maquetos, de 'pringaos'. Como el botijo. Más de 5.000 años entre nosotros, obra de ingeniería estudiada por las matemáticas, invento que ha salvado vidas durante siglos de veranos sin piedad, y ya desterrado de nuestras vidas.

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Un icono de la cultura mediterránea que no sabemos dónde poner, como esos jarrones chinos que son los expresidentes del Gobierno. El humilde botijo, hecho de barro y manos, sólo está ya en museos y de atrezo en protestas ecologistas. Muchos jóvenes no han tenido la oportunidad, ni el vértigo, de alzarlo a pulso y beber a caño, como aquel verano del 73 en que además aprendía a nadar y vi, desde las siestas de camastro en suelo, cómo Ocaña ganaba por fin el tour que parecía propiedad de un tal Eddy Merckx, 'El Caníbal'. Menudo año, por dios.

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