Tranvía a la Malvarrosa
Relato de verano ·
esteban torres sagra
Viernes, 28 de agosto 2020, 23:20
Cuando los años pasan sigilosamente –quiero decir, sin arrojar fumarolas de sufrimiento– sus derrubios de ceniza se acumulan inadvertidos en un rincón de la casa. ... Allí se superponen con las fechas anodinas y los días señalados por igual, en un batiburrillo desordenado que nadie recoge, en el que nadie repara ni pondera su cardinal abultado. Y así hasta que, tal vez por una menudencia que no tiene nada que ver con la vida y sus postizos, un día nos sorprendemos con horror inusitado de lo pronto que ha pasado el hilo negro de la noche por el ojal de nuestra existencia.
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Luego, tras esta reflexión que no acostumbras, sin saber exactamente qué causalidad atribuir a tus observaciones, te acercas al rostro de aquella que te dio la vida y, tras un cálculo mental ligero, le sumas a tus años los que ella tenía cuando te alumbró y la cifra resultante te produce un escalofrío en los tuétanos que no distingues si es preocupación, surrealismo o la certeza de perderla en muy poco tiempo. Tú, que ya eres y te sientes viejo desde hace mucho, intuyes con desolación lo que tu madre anuncia, de diversas maneras, con gestualidad natural: que se acerca su hora y, por ende, también la tuya; que la Parca está agazapada en una zarza de la senda en la que a ella se le engancha la bata de andar por el pasillo. Compruebas, notario que no hubieras querido ser nunca, que sus articulaciones se mantienen a duras penas unidas y responsables, que sus músculos desertaron sin hacer ruido, su piel se ha emborronado de manchas y sus ojos han perdido definitivamente la vivacidad de antaño.
Nunca la has oído quejarse de nada y eso que sabes que la artritis se cebó con ella desde su madurez. Todo le parece bien y no te exige esmeros a la hora de la comida o de la higiene. Su ropa es la que le dejes sobre la colcha de ganchillo de su cama y su calzado se limita a unas pantuflas domesticadas que arrastra desde los noventa por el trecho que va desde la sala hasta la alcoba y desde la alcoba hasta la sala.
A lo mejor hace mucho que manifiesta otros pormenores más de una senectud galopante, pero como te has acostumbrado a verla como un decorado más de la pared, como ese cuadro que lleva contigo desde que te casaste y que, si te cerraran los ojos y te preguntasen por él, no sabrías describir ni sus paisajes, ni sus colores, ni su luz. Como no te llama la atención con quejidos, te limitas a plantarle un plato de sopa y unas croquetas fritas que acabas de descongelar; luego le conectas un canal de televisión, con poca voz para que no moleste demasiado las tareas de los niños, y supones que se entretiene mirando programas de gente mayor que busca a la desesperada a otra gente mayor desesperada como remedio de su soledad.
Ha debido ser su rebeca empapada el detonante, la baliza virtual que hoy, al ayudarla a acostarse, ha hecho saltar la alarma de mi corazón, hablando ya en primera persona. He olido la lana con gesto de sabueso, porque no imaginaba que fuera la sopa el líquido responsable de tamaña humedad y la causa de su vertido el torpor creciente de sus manos.
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Le he cambiado la ropa por otra seca y al asomarme a esos ojos a los que llevaba tanto tiempo sin asomarme he visto un paisaje que nadie debiera ver nunca en las pupilas de su madre. He vuelto a cargar el tazón con sopa y al verla empuñar la cuchara he corroborado lo que me temía: su temblor, ese temblor de la muñeca que venía arrastrando desde tiempo inmemorial, se ha vuelto incorregible y es el responsable de derramar el caldo de gallina sobre las ruinas de lo que fuera un hermoso escote en otras décadas.
Ella no es tonta y sigue lúcida a ratos, quizás demasiado lúcida a mi entender, me ha sonreído y me ha dicho:
–No te asustes, rapaz, el señor Parkinson, que se ha venido a vivir conmigo para hacerme compañía –ha hecho una pausa como para pensarse si seguir o dejarlo estar y al final ha decidido apostarlo todo en otra frase– Mira, Juan, no te lo iba a pedir, pero antes de irme –sí, no hagas aspavientos sobre algo tan irremediable y próximo– déjame terminar. Antes de irme quisiera cumplir dos sueños que he ido aparcando por unas cosas u otras. Juan, yo quiero montar en tren y ver el mar al menos una vez, ¿me entiendes? El tren y el mar. Luego me moriré tranquila.
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Mi primera reacción ha sido certificar que quizás no está tan cuerda como yo pensaba en esos ratos, pero he repasado mentalmente las etapas de su vida y sí, como ella dice por unas cosas u otras, ni ha subido jamás a un tren ni ha visto nunca la inmensidad de un océano, aunque ahora sería una locura acometer cualquiera de las dos pretensiones con su deterioro. La he dejado esperando una respuesta y al acostarla y darle el beso de buenas noches he visto otra vez en sus ojos el brillo de antaño y en el fondo del todo una interrogación abriéndose paso entre las cataratas.
Al final hemos hecho el viaje a Valencia en tren, desde Valdepeñas, y luego en un taxi la he llevado a la Malvarrosa, quizás por las referencias de aquella película de José Luis García Sánchez. Al llegar ha abierto los ojos como jamás antes yo le recordaba y ha respirado como si necesitase todo el aire del mundo para digerir las vistas.
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Para volver a casa hemos elegido un auto. Yo, al lado del conductor, y ella, con el gesto todavía impreso por la maravilla del Mediterráneo, en la parte de atrás del coche fúnebre.
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