Testimonio

Relato de verano ·

Francisco vargas fernández

Martes, 25 de agosto 2020, 23:30

Parecía un muchacho de lo más normal, tal vez un poco más normal de la cuenta, como si no quisiera llamar demasiado la atención. En ... cualquier caso, nadie pudo imaginar que detrás de aquel gesto suyo despistado y su tono de voz monótono había una personalidad tan sólida con solo diecisiete años. Estábamos terminando el segundo trimestre de COU aquel 1988. No iba mal en cuanto a notas pero tampoco tenía un expediente brillante, parecía que se conformaba con ir tirando, aprobando y ya está. Pero en una asignatura sí que nos daba mil vueltas a todos los demás de la clase: Filosofía. Era un gusto escuchar sus comentarios de texto de autores presocráticos, Agustín de Hipona, el tomismo medieval o Descartes e, incluso, mientras los demás empezábamos a naufragar con Kant y su crítica de la razón pura, él se manejaba con sus ideas con una familiaridad pasmosa, como quien lee una novelita de Los Cinco para pasar el rato. A mí, que siempre iba apurado con esta asignatura, me dejaba copiar los comentarios, ventajas de sentarnos juntos. Eso sí, ni pensar en pedirle los apuntes, porque no los tomaba. Se dedicaba a escuchar toda la hora sin inmutarse al 'Carapalo', así llamábamos al profesor de Filo.

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Se empeñaba en que lo llamáramos Manuel, nada de Manu, Manolo o Manolito o cosas semejantes. Había leído no sé dónde que su nombre significaba en hebreo algo así como 'Dios con nosotros', eso me lo contó solo a mí, si los demás lo hubieran sabido el cachondeo sería mayúsculo. Empezó el curso con un corte de pelo bastante radical, muy corto, nada que ver con lo que se estilaba entonces, pero a lo largo de los dos trimestres le fue creciendo de una manera salvaje, se hacía una raya en medio y cuando bajaba la cabeza sobre un libro le desaparecía la cara tras los mechones negros y lacios. De ropa llevaba los indispensables vaqueros que todos lucíamos por aquellos años y camisas un poco más grandes de la cuenta con los faldones por fuera. Cuando volvimos de vacaciones de Navidad su ropa había dado un giro dramático hacia el negro y colores oscuros varios. Poco antes de las vacaciones de Semana Santa su barba había crecido al ritmo de su pelo; era todo un cuadro el muchacho en aquella época en que todos vestíamos estilo pijillo y nos afeitábamos la cara como si nos fuera la vida en ello.

Su gesto ausente aumentaba al mismo ritmo que su cabellera, su barba y la dejadez en el vestir. Durante los recreos, en lugar de venirse con los demás a echar un cigarro y comer algo, lo encontré muchas veces leyendo en la biblioteca, solo. A mediados de marzo ya era evidente que algo le bullía en la cabeza y parecía casi un espectro. Algunas veces me quedaba escudriñándolo, pero nunca se me ha dado muy bien interpretar las neuras de los demás, bastante tengo con las mías.

El último día del trimestre me entero de que pensaba irse andado camino del sur, así, sin más detalles, 'camino del sur'. Yo le digo «joder, tío, estás más colgado cada día» y se echa a reír el muy cabrón. «Vente», me dice, solo eso y se me queda mirando a los ojos un buen rato y yo que vale, que me voy con él. No sé qué coño se me pasó por la cabeza entonces, solo sé que no podría haberle respondido otra cosa.

El Viernes de Dolores, bien temprano, me fui directo a la estación de Atocha, habíamos quedado allí para tomar el autobús del sur, no quiso decirme más. Al llegar al andén flipé, no estaba solo, había once compañeros de nuestro COU-D con él, yo no entendía nada: ¿les habría dicho a todos lo mismo que a mí? Encima también apareció en el último momento la Vero. La tía más buena de la clase venía con nosotros, ahí ya me petó la cabeza.

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Había comprado los billetes de todos. Para entonces, mi capacidad de asombro estaba totalmente bloqueada y decidí dejarme llevar igual que hacían los demás, para quienes nada de aquello les parecía extraño. A las siete horas y con una parada de por medio llegamos a la estación de buses de Almería. Que yo sepa, ninguno de nosotros tenía ningún vínculo con esta ciudad ni habíamos estado antes aquí. Pero ese no era el final del trayecto, Manuel echó a andar con una determinación que no le había visto antes y los demás le seguimos sin rechistar.

Estuvimos andando durante horas siguiendo la línea sinuosa del mar, el sol caía casi en vertical pero una brisa beatífica nos acompañaba y nos hacía menos pesado el trayecto. Todos hablaban con todos con una alegría inusitada, el único que no habría la boca era Manuel aunque no era ajeno a las charlas y las risas de los demás. De vez en cuando la Vero se le acercaba y le limpiaba el sudor de la frente con el pañuelo palestino que siempre llevaba al cuello y que desprendía un olor que a todos nos tenía enamorados. Varias veces miré hacia atrás y vi que el grupo crecía y crecía, aquello parecía un viaje de fin de curso.

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Llegamos a la playa de Los Genoveses todavía con el sol alto. El mar parecía una caricia aquel día. Las botellas de litro de birra empezaron a pasar de mano en mano, bocadillos de atún y queso, saladitos, galletas... Todo un festín salía de las mochilas del casi centenar de chicos y chicas que éramos. En medio del bullicio oí un grito de la Vero, estaba paralizada en la orilla y señalaba hacia mar adentro. A lo lejos todos apreciamos la larga cabellera de Manuel nadando hacia el horizonte. El sol empezaba a declinar. No volvimos a verlo más.

Algunos dicen que una paloma de un blanco radiante se elevó en el punto exacto donde lo perdimos de vista y desapareció entre las nubes.

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