Antonio Alcaide Castillo: en recuerdo de uno de los últimos 'médicos de pueblo'
Don Antonio, como era conocido, era médico pediatra y tras comenzar en Cataluñá regresó a su pueblo, Loja, donde ejerció desde los años 60
Fue al salir el jueves del cementerio de Loja (Granada), donde acabábamos de enterrar a mi tío Antonio Alcaide Castillo (1935-2025) en la tumba ... familiar, cuando uno de los sepultureros se dirigió a los que estábamos junto a la puerta:
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–Era un gran hombre, –nos dijo, muy emocionado también–. Mis padres siempre me llevaron con él, y yo a mis hijos, también. Siempre nos atendió y nunca nos cobró. Nunca.
Aunque ya estaba jubilado, don Antonio, como era conocido, era médico pediatra. Durante décadas eso significó que era el único profesional para atender a los niños de esta ciudad de título y espíritu de pueblo (20.814 habitantes) y su comarca. Cuando acudir al hospital más cercano implicaba recorrer 50 kilómetros por una carretera nacional de dos sentidos –antes de que existiera la autovía del 92– hasta Granada. Cuando todavía había enfermedades que atacaban duramente en la infancia, hoy casi erradicadas gracias a las vacunas de las que era un firme defensor, como el sarampión, las paperas o la meningitis. Cuando aún se sufría la grave desnutrición de la postguerra y recibía en su consulta niños con raquitismo.
Esto pasaba en Andalucía no hace tanto, cuando él abrió la primera consulta en su casa del barrio del Puente de Loja. Fue a finales de los sesenta, al volver de Barcelona, donde había comenzado una prometedora carrera. Pero renunció a ella y regresó para cuidar a su padre, el abuelo Apolonio, que estaba enfermo y moriría poco después. Puso así en práctica una de las varias máximas que repetía continuamente y con las que dio ejemplo a lo largo de su vida: la familia es lo primero.
Nunca volvió a ejercer en Cataluña y se convirtió en uno de los últimos médicos de pueblo, en esa versión de máxima entrega profesional pagada apenas con una docena de huevos o unas almendras, que han ido desapareciendo con el tiempo, a medida que España ha desarrollado un sistema de servicios públicos: hospitales, centros de salud, carreteras y medios de transporte que permiten atender mejor a los enfermos de las zonas rurales.
Siempre se mantuvo al día, conectado a otros profesionales, o leyendo todas las publicaciones médicas que podía, para curar a sus niños con los últimos avances. Ya en este siglo era una práctica habitual en algunos hospitales de Granada que, cuando llegaba un crío a urgencias derivado por Antonio Alcaide Castillo, no tuviera que esperar el triaje porque se consideraba que sus diagnósticos eran siempre certeros.
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Su entrega a la sociedad también tuvo un lado político, como hombre de la Transición, fuertemente comprometido con el avance democrático del país. Se presentó a las primeras elecciones municipales, en abril de 1979, como cabeza de lista local de la UCD de Adolfo Suárez y fue concejal en el Ayuntamiento de Loja hasta 1983. También fue diputado provincial durante el mismo periodo. Pero no acudió a las siguientes elecciones, pues era muy difícil para él compaginar la atención a su mujer y sus tres hijos con el ejercicio de la medicina y los frecuentes viajes a los que le obligaba su puesto en la Diputación.
No hablaba mucho de esta época, pero para mí siempre fue evidente que vivir la política en primera persona no le había gustado. Pese a ello, nunca dejó de estar atento a lo que sucedía en el mundo y era un ávido lector de periódicos, que consultaba todos los días en el Casino de Loja, una de esas instituciones locales que tanto han hecho por la expansión cultural en Andalucía, donde el conocimiento se transmite de forma oral. Él leía las noticias y luego las comentaba con los otros socios. Allí estaba la última mañana de su vida, cuando esos mismos amigos llamaron a su hijo Miguel porque lo vieron delicado. Ya nunca salió del hospital.
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Fue pionero también en aplicar a su vida y su familia un concepto tan moderno como el autocuidado. «Si no tienes tiempo para el deporte, ya lo tendrás para la enfermedad», era otra de sus máximas. Y como siempre enseñaba con el ejemplo, desde muy joven se hizo deportista, no fumaba ni apenas bebía. Entre las anécdotas familiares, mi madre recordaba al joven Antonio aporreando con sus guantes de boxeo los sacos de pienso que el abuelo guardaba para sus animales. Corría por los campos lojeños cuando ni siquiera había zapatillas como las entendemos ahora y nadaba en el río Genil, que pasaba por delante de su casa. Cuando se fue a Granada a estudiar Medicina, le regaló los guantes a su amigo Manolo, para que siguiera practicando y nunca se olvidara de él.
Con el tiempo se aficionó al tenis, compró raquetas a sus hijos para entrenar día y noche (aunque no logró que ninguno de ellos fuera un Nadal como le hubiera gustado), y nunca dejó de apoyar al equipo local de fútbol, el Loja CD. De forma altruista, acudía al campo para atender a los equipos y comenzó a aconsejar a muchos deportistas cómo cuidarse, lo que de forma intuitiva le llevó a ejercer la medicina deportiva. Por eso, desde hace cuatro años, el torneo local que organiza su club lleva su nombre.
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La entrega de don Antonio a Loja fue reconocida en vida con el premio Ibn Al-Jatib, otorgado en 2013 por la fundación del mismo nombre, y que recibió emocionado con un discurso que recuerdo muy divertido, lleno de anécdotas médicas. Como la de la vecina que entró a su consulta a pedir «cita con el pirata».
Era un hombre sencillo y humilde, con sombrero de fieltro en invierno y de paja en verano. No hablaba mucho, pero escuchaba muy bien; tenía siempre las palabras necesarias y transmitía autoridad solo con clavarte sus ojos azules. Por eso mediaba cuando era necesario. Su extenso clan de primos lo llamaba siempre que tenían un conflicto y supe, por sus hermanas, que de vez en cuando iba a sentarse con los patriarcas gitanos para hablarles de que los niños debían ir a la escuela o que había que vacunarlos.
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Nos deja una gran lección de vida. He querido compartirla porque creo que ya no quedan muchas personas como él y en estos momentos nos hacen falta como sociedad. Hombres y mujeres que ayudaron a levantar sus pueblos, a combinar la tradición con los avances sociales y tecnológicos y a procurar que sus vecinos tuvieran una vida mejor. Don Antonio no solo eligió una profesión que le apasionaba, sino que no dejó nunca de aprender y superarse. No por ser mejor que los demás, sino para entregarse a ellos. Renunció a ser el gran profesional de un hospital de ciudad, pero fue el gran médico rural que jamás cobró a los pacientes que no tenían cómo costearse los servicios sanitarios, ni dejó de darles a todos la mejor atención posible. Es un gran honor llevar su apellido.
*Soledad Alcaide es periodista de EL PAÍS
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