La selectividad

Relato de verano ·

juan manuel romero conesa

Sábado, 15 de agosto 2020, 23:30

Eran ya entradas las nueve de la mañana cuando, tras pasar el pertinente control de acreditación, me dirigí al aula nº 7, donde tendría lugar ... el último de los exámenes de selectividad: Filosofía.

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El día había amanecido plomizo, como presagiando la debacle a la que me iba a enfrentar.

Durante el curso, la asignatura de Filosofía no me la había tomado con mucho interés, pues, al tratarse de una de las 'marías' de COU, nuestro profesor tenía a bien aprobarte sólo por el mero hecho de la asistencia continuada a sus clases.

Ahora, sentado en el pupitre que me habían asignado, me arrepentía de no haber aprovechado el tiempo, de no haber pensado en que todo aquello que no había estudiado entraba en el examen de selectividad, aquella maldita prueba escrita que había que superar 'sí o sí' para acceder a Geológicas.

Hoy era entrar en la Universidad o entrar de ordenanza en el banco donde trabajaba mi tío de director general, con el que ya había hablado mi padre.

Hoy me enfrentaba al juicio de mi Némesis particular, aquella diosa del Olimpo que ejercía concreta venganza contra aquellos actos que eran considerados moralmente reprobables, dándole a cada cual lo suyo en aras de la justicia.

Aunque, ¿por qué no encomendarme a Fortuna, la diosa de la suerte? Porque iba a necesitarla, y mucho, para que de los ocho autores del temario me cayesen los únicos dos que me había estudiado: Kepler, que era naipe fijo, y Santo Tomás, que también había salido en los cuatro últimos años.

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Había llegado el momento. A una orden del catedrático, volví el examen y allí estaba la única pregunta: Descartes y la Duda Metódica: ¿Por qué Sí?

¡No podía dar crédito a mis ojos, Descartes! Si la propia palabra lo aconsejaba, fue el primer autor que había descartado para estudiármelo.

Mientras transcurría el tiempo, y lo hacía vertiginosamente, ya me veía llevando cafés a aquellos chupatintas de manguitos y visera: «Sr. Antúnez, su café solo; Sr. Lupiañez, su descafeinado, y para usted, D. Evelio, su cortado con una nube de leche».

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Continuaba absorto en mis pensamientos cuando retumbó la bronca voz del catedrático: «¡Quedan cinco minutos, vayan acabando!».

No podía ser, no podían terminar mis días de estudiante de aquella forma tan humillante: con un cero. En ese momento noté que mi sistema nervioso convulsionaba en un último intento por recordar algo, pero sólo encontró cuatro palabras hilvanadas que poner. No muy convencido, así lo hice. Firmé más abajo y lo entregué

Al día siguiente, fui a ver las calificaciones y, junto a mi nombre, había una nota que decía 'Pase por el departamento'. Pensé que aquellas cuatro palabras no se las había tomado muy a bien y que me esperaría el examinador para amonestarme por semejante mofa. Pero la curiosidad me pudo y me fui directo a verle.

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Con sorpresa, el profesor me felicitó: «Este es el primer 10 que doy en muchos años, ha sabido usted resumir en tan sólo cuatro palabras la esencia de Descartes y su duda metódica·.

¿Saben cuáles fueron las palabras mágicas a la pregunta '¿Por qué Sí?'?

Mi respuesta fue: «¿Y por qué no?».

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