Ver cómo respiran las ballenas en el Estrecho de Gibraltar
El coleccionista de momentos ·
Entre el Atlántico y el Mediterráneo se puede ir a observar diversos tipos de cetáceos en embarcaciones especialmente acondicionadas para ello, respetando a los animalesMartes, 27 de julio 2021, 00:27
Desde que era crío me gusta ver animales. En la tele, desde los tiempos de Félix Rodríguez de la Fuente y el comandante Cousteau. Pero ... sobre todo, me gusta verlos en vivo. Si puede ser, en su hábitat natural. Recuerdo cuando el Ferial de Granada todavía se instalaba en el Violón y, al salir del colegio de la Caja de Ahorros, en pleno Zaidín, pasábamos por las carpas del circo para ver a las fieras, camino de casa. Alguna que otra bronca me gané por llegar tarde. Reconozco que me daba penilla ver a los leones y los tigres encerrados en sus jaulas, pero también me fascinaba. Y los elefantes, grandes y majestuosos, sujetos con una cadena… Después me desquité en el Serengueti, pero esa es otra historia.
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Miembro de Agnaden, salíamos al campo a avistar aves. Y como ser básico que soy, burro grande, ande o no ande; las rapaces eran las que más interés me despertaban. También era un 'flipao' de los lobos y los osos, claro.
Cuando alguien me dijo que había excursiones que salían desde el Estrecho de Gibraltar para ver ballenas, pensé que me tomaba el pelo. Recuerden que en el siglo XX, internet no era lo que es hoy. ¿Ballenas? ¿En España? ¡Por favor! Las ballenas se encuentran Terranova y otras gélidas latitudes. ¡Todo el mundo sabía eso! O en los Mares del Sur. En sitios lejanos, exóticos e inaccesibles para un veinteañero granadino demasiado soñador y empachado de lecturas de Stevenson y Melville y de películas de John Huston y Raoul Walsh.
Recuerdo que la víspera de embarcarnos jarreaba agua en Tarifa. Y que estaba nervioso, revolviéndome en nuestro bungalow del camping como uno de aquellos leones de mi infancia en su jaula. ¿Y si se suspendía la salida? Cada dos por tres salía a ver si, al menos, no arreciaba el viento. Ni las cervezas y el pescado que cenamos aquella noche en los bares de la parte vieja de Tarifa calmaban mi impaciencia.
–Vamos a salir, pero si el tiempo empeora, nos volvemos. ¿De acuerdo?– dijo el capitán del barco.
¡Y tanto que sí! Mis compañeros en aquella salida tuvieron que perdonarme: fui un egoísta de tomo y lomo que se sitúo en la proa de la lancha y no se quitó de allí hasta volver a puerto. Ni me di cuenta. Era todo nervios y excitación. ¡Íbamos a ver ballenas! ¡Ballenas!
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Navegar por el Estrecho de Gibraltar en busca de cetáceos provoca una sensación muy marinera y es una experiencia única
El mar estaba algo picado, pero se navegaba bien y la sensación era muy marinera. Nos habían advertido que no había garantía ni seguridad alguna de ver a los animales. Aquello no era un zoológico ni había un espacio acotado donde encontrarlos. Teníamos que estar ojo avizor y ayudar en el rastreo.
Estaba tan ansioso que confundía cada borreguillo blanco del mar con un delfín o una de las ansiadas ballenas. De repente, en lontananza, vimos algo grande. El guía nos señaló hacia dónde apuntar con los prismáticos y… ¿era aquello lo que parecía? ¡La cola de un cachalote! El barco se dirigió rápidamente hacia allá, pero no conseguimos encontrar su rastro y nos tuvimos que conformar con aquel efímero vistazo.
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Años después, viajando en un barco comercial por Noruega, tuve ocasión de ver de cerca la inmensa cola de una ballena saliendo del agua y volviendo a sumergirse. Como si el tiempo no hubiera pasado, me sentí transportado a aquella salida por el Estrecho. Emociones. Sensaciones. Experiencias. Conexiones.
Seguimos recorriendo millas, tratando de avistar cetáceos para contemplarlos más de cerca. Nada. ¿Sería la lluvia de la víspera? ¿Las corrientes? A pesar de sus advertencias, al guía se le notaba frustrado y, aunque se había terminado el tiempo por el que habíamos contratado la embarcación, se resistía a volver a puerto. Estaba tan azorado que empezamos a consolarle nosotros a él. «No te preocupes, hombre, si solo haber tenido la ocasión de salir a navegar por el Estrecho ya ha merecido la pena», decíamos. Y no era mentira. No voy a exagerar diciendo que me sentía el capitán Ahab o un personaje de Joseph Conrad, pero había disfrutado mucho de la travesía.
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Jamás olvidé el sonido de la respiración de las ballenas, cuando expulsan el aire por el espiráculo y surge el chorro o soplo
«¡Por allí resopla!». Eso me lo he inventado, que conste. Nadie dijo la mítica frase de las películas sobre balleneros, pero lo cierto era que se veía vapor de agua delante de nosotros. ¡Allí estaban! Las ballenas piloto. Los calderones. Son unas ballenas chiquitas, coquetas y juguetonas. Chiquitas si las comparamos con la ballena azul o los grandes cachalotes, claro. ¡Pero que gran ballena!
Más que de su estampa, lo que más recuerdo es su respiración. Jamás he olvidado ese sonido, cuando expulsan el aire. Era la sensación de estar frente a un animal mitológico, vivo y salvaje, en su entorno natural. Aquella respiración era la misma de los millones de ballenas que han surcado los mares a lo largo de la historia. Ver a aquellos calderones era ver la totalidad de uno de los animales más fascinantes de la naturaleza. ¡Ni les cuento cómo me supieron las cañas de ese mediodía!
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El castillo de Guzmán el Bueno
Además de surcar las aguas del Estrecho en busca de ballenas y delfines, Tarifa permite disfrutar de una visita cultural de primer orden a uno de los castillos emblemáticos de la historia de España. Construido en época califal sobre las ruinas de una fortificación romana, el castillo de Tarifa vio cómo Alonso Pérez de Guzmán, fundador de la casa de Medina Sidonia, protagonizó un hecho legendario: lanzar el cuchillo a los sitiadores de la plaza para que degollaran con él a su propio hijo, que había caído prisionero, antes que rendir el castillo. Así lo relata el romance: «Matadle con este, si lo habéis determinado, que más quiero honra sin hijo, que hijo con mi honor manchado».
La fortificación fue declarada Bien de Interés Cultural en el año 1931.
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