Renacer

Relato de verano ·

leticia morillo canales

Sábado, 22 de agosto 2020, 23:52

El agua resbalaba por su piel luchando por disolver la sólida pátina tallada por los días oscuros. Su cuerpo acusaba el cansancio tras semanas de ... nueve días que discurrían en un ciclo sin aparente fin. Y es que había perdido la noción natural del tiempo y las horas se eternizaban en una pesadilla tangible, filmada entre paredes blancas y ojos, decenas de ojos, implorantes algunos, inertes otros tantos.

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Prolongó la ducha hasta que apaciguó su llanto, nacido de la furia de sus entrañas, de la impotencia forjada por la ausencia de manos bastantes. No podía asimilar el hecho de que las vidas a su alrededor se volatilizaran a pesar de atender a los pacientes sin descanso. Pero aquellos ojos se multiplicaban, mientras que el número de manos se mantenía inmutable o, desgraciadamente, disminuía porque otras guerreras y gladiadores de bata blanca caían en la batalla prácticamente desarmados.

Respiró profundamente desacelerando el ritmo de la jornada justo al tiempo en que escuchaba por el pasillo las alborozadas y torpes pisadas infantiles que corrían a su encuentro. Los brazos de su hijo preludiaban aquel abrazo que ella debía cercenar antes de que se aferrara a su cuerpo como una enredadera de mimosa. El sacrificio titánico que la abocaba a edificar aquel muro de protección y que provocaba el desconcierto y la pesadumbre del niño se sumaba a todas esas heridas nacidas espontáneamente, imprevistas, acrecentadas con el paso de las horas, los días, la escasa información, la incertidumbre, el miedo. Pero era ese momento de comunión frustrada con su hijo el que la enfrentaba verdaderamente a la realidad que se había instalado también en su propio hogar, como si la desgracia esparcida por el hospital en el que trabajaba hubiera extendido sus tentáculos de forma silenciosa y sibilina hasta allí, junto a los suyos.

El hilo que conectaba las experiencias comunes se hilvanaba a través de las miradas encontradas a cada paso. Allá y acá observaba la impronta que en ellas iba esculpiendo una fiera desconocida y despiadada que la ciencia no lograba domeñar.

A la mañana siguiente regresaba al hospital horas antes del inicio de su turno tras una llamada de teléfono a medianoche. Caminó entre las camas atisbando el apagado barniz de todos aquellos ojos hasta llegar a los rescoldos mortecinos que aún crepitaban en esa mirada celeste, antaño vivaz y soñadora. Tomó la mano del anciano estrechándola ligeramente mientras pronunciaba algunas palabras que flotaron solitarias en aquel ambiente revestido de sufrimiento, levedad y muerte.

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El hombre le devolvió una tenue presión de sus dedos y, con una sonrisa perfilada en la cornisa de sus mejillas, le habló sin voz. Ella ladeó su cabeza con un gesto cariñoso, desviando su atención hasta su pecho cuya pugna por respirar resultaba realmente angustiosa. En el hálito débil del anciano se condensaban los fragmentos de su existencia, una vida cincelada a base de esfuerzo, carencias y penurias padecidas desde su más tierna edad, cuando labraba la tierra y cuidaba el ganado allá en el campo. Y cuando este quedó estéril y hubo de abandonar el único hogar que había conocido, el hado encaminó sus pasos a través de sucesivos viajes a otras ciudades y pueblos en busca de un porvenir a veces voluble e inestable. El sol, siempre compañero en sus jornadas, había tostado su piel que contrastaba con su pelo trigueño y sus ojos azules. Entre sus alegrías atesoraba aquel amor primero y último y sus tres hijas, algunos nietos y buenos amigos. Entre sus heridas, el hambre y la escasez perentoria de su infancia y las ausencias sumadas con los años, heridas que todavía dolían y que a veces aún restañaban sin terminar de cicatrizar.

Permaneció así largo rato junto a la cama, con la añosa mano entre las suyas, velando un desenlace que se precipitaba irreversiblemente. Sin embargo, debía retornar a la guerra sin cuartel que no admitía descansos ni licencias. Le comunicaban el ingreso de una joven con síntomas claros y evidentes que la convertían en una nueva víctima de la atroz pandemia. Suspiró desalentada al verificar en el informe médico la paradoja exasperante de encontrarse ante una persona aparentemente sana, sin dolencias previas, sin debilidades visibles que le abrieran la puerta a aquel mal inatajable. La frustración saltaba sus propios muros y rebasaba su ira que contuvo como pudo al identificar el miedo grabado en aquellas tiernas pupilas.

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De repente escuchó su nombre pronunciado por varias voces simultáneas. La alarma que emitían sus tonos y el gesto atribulado de los sanitarios no requería de aclaraciones. Volvió rápidamente al lado del anciano. En aquel momento terminaba de apagarse su latido. Las lágrimas acudieron como un torrente incontenible y un llanto desgarrado se apoderó de su ser. Acarició su rostro y atusó con ternura los cabellos canos que se entretejían formando los mismos bucles que ella había heredado, la única de sus tres hijas. Por sus venas también sentía correr la misma savia verde y vigorosa que la ayudaría a renacer aunque sus pies descansaran ahora sobre un frágil castillo de naipes.

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