Vista de la calle Molinos, con el estanco de la familia Hernández. En la imagen pequeña, Juan Hernández Valdivieso, años atrás. Pepe Marín

El Realejo, Juan...

Juan José Hernández Valdivieso realmente era una bellísima persona, un padrazo más que un padre; lo sé, lo he visto

ANDRÉS SOPEÑA MONSALVE

Granada

Jueves, 3 de septiembre 2020, 00:43

Ya no se dice desde hace muchísimo tiempo, pero sí recuerdo haber oído más de una vez lo de «bajar a Granada». Y es que ... el Realejo era como un pueblo... O no, no era 'como' un pueblo, no: era un pueblo; pegadito a una ciudad grande, pero un pueblo. Yo venía de vivir en un bloque de viviendas, en un piso que tenía la letra 'O' en la puerta; ¿se imaginan?, casi un alfabeto de en cada planta. Nunca supe cómo se llamaba el vecino de enfrente... Ni el vecino de enfrente, ni el señor al que compraba la prensa, ni la señora que atendía en la tienda de comestibles, ni el farmacéutico...

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Amalia, Manolo y sus cuatro hijos eran aquí los vecinos de enfrente; Eduardo y Conchita, quienes atendían en la tienda de comestibles; Antonio Aguilera, el señor que vendía la prensa; Manuel Tapia, los electrodomésticos; Luis, la carne; Mari Carmen y Juan, el tabaco; Pedro, las medicinas; Conchi, el pan; Arsenio, Manolo y África te ponían un café -o lo que se terciara- en 'Las Flores'; la cervecita y las tapillas caían en 'Fernando'...

Con todos hubo confianza y un punto de amistad al poco tiempo... Por poner un ejemplo: No ibas a entrar en 'Mary publicaciones' y decir que deme usted el IDEAL y que adiós muy buenas, Antonio; pues no, lógicamente. ¿Qué manera es esa de comprar un periódico? Todavía el pan... pero un periódico... Habrá que comentar lo que cuenta, vamos digo yo, y esperar al señor juez que está al caer y a ver qué opina de esto, y luego que entra Miguel y que mete baza, y el otro que viene caliente, que la esa que mamó el ayuntamiento en pleno, que son todos iguales... Y el cuarto de hora o veinte minutos de tertulia no te los quitaba nadie. Total, que al poco, Antonio era un amigo que tenía un local de venta de periódicos y revistas, que estaba casado con Mari, un verdadero encanto de mujer, y que tiene tres hijos, y que conozco a sus hermanos... Por otro lado, más de una vez, Fernando interrumpió sus quehaceres detrás de la barra para explicarme las circunstancias de todo tipo que atañían a su magnífica, magnífica de verdad, colección de fotografías antiguas de Granada expuestas en su bar. Como con Manolo, café por medio en la cafetería 'Las Flores', que me dejaba fascinado con sus enciclopédicos conocimientos de la música de jazz. Y lo mismo con Juan: con la misma seriedad con que yo le he llegado a pedirle mitad de cuarto de sobres, él sacaba la balancita y los pesaba para alucine de la clientela.

La verdad es que empezó él; la primera vez que entré en el estanco con una modesta quiniela de dos columnas y puse los veinte duros correspondientes en el mostrador, me dijo, impasible, sin inmutarse: «Esto es de una peña, ¿no?», y yo, tonto de mí, que no pillo la guasa y voy y me pongo a explicarle que no, que la he hecho yo solo... Eso sí, mi venganza fue tan terrible como involuntaria: al poco tiempo le rechacé el cartón de Ducados que puso sobre el mostrador: «No; démelo de los de abajo, que están más frescos.». Por seguir la broma, Juan se agachó y mientras sujetaba con una mano la torre de cartones, maniobró con la otra hasta conseguir mediante leves y continuadas sacudidas sacar uno de los de la base sin que aquello se derrumbara. Él se incorporó ligeramente congestionado, y me lo dio; yo agradecí, pagué y me fui. Ninguno de los dos advirtió que la clientela presente había tomado buena nota: durante algunos días, raro era quien no entraba en el establecimiento pidiendo su tabaco «del fresco, del de abajo».

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Poco tardé en convencerme de lo que, por otra parte, era más que evidente: que el barrio imprimía carácter. Que lo de 'greñuos' era una identidad centenaria muy característica y acusada, una manera de ser y de estar en el mundo, de vivir y convivir. Y que estos y otros personajes que iría conociendo serían en adelante parte importante del paisaje humano de mi entorno. Casi nada.

Muchos años en poco tiempo: la vida, en fin. Bodas, mudanzas, jubilaciones y ausencias para siempre... Y procesiones, muchas procesiones; y cohetes al menor pretexto; y el tapicero, ha llegado el tapicero con su megáfono. Yo dejé de fumar y casi llevo a la ruina a Mari Carmen y a Juan, que quemaba tres paquetes diarios, oye; pero no me lo tuvieron en cuenta y continuaron dirigiéndome la palabra. Y seguimos viéndonos, porque, además de la amistad, es que son los vecinos de enfrente.

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Pero hace unos días, Juan nos ha dejado para siempre.

Cada vez me funciona peor el recurso de rehuir los pensamientos amargos y penosos hasta que la aflicción amaine con el tiempo; de hecho, en esta ocasión no ha funcionado en absoluto. Además, Mari Carmen me había pedido con toda la delicadeza del mundo, muy apurada, arrepentida ya desde el primer instante, -es decir, como siempre en las contadas ocasiones en que solicitó una mínima colaboración-, que si yo podía redactar una breve nota necrológica. Le he dicho que sí, claro. Pero luego no he podido; lo he intentado, pero no he podido.

Y tenía la información necesaria: Juan se llamaba Juan José Hernández Valdivieso y tenía 75 años en el momento del fallecimiento. Este se ha producido tras una enfermedad, cruel como casi todas, que se ensañó con un Juan que ya no era él desde que el alzhéimer atenuara a gris su mirada, borrara su sonrisa y nos privara de su saber estar y de su fino sentido del humor. Realmente era una bellísima persona, un padrazo más que un padre; lo sé, lo he visto. Y tan pendiente y dependiente de su Mari Carmen, que en una ocasión le confesó que lo único que sabía hacer por sí solo era respirar. Pero no me veo yo escribiendo esas cosas.

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