El negocio noble de la verdad
Termina un curso político y se cierra esta libreta hasta septiembre. El periodismo sigue; necesario en un mundo en el que cada vez resulta más complicado diferenciar entre la realidad y la farsa
Lo peor que tiene el mes de agosto es que detrás siempre viene el desdichado septiembre; con sus asignaturas pendientes, su cara de impostor, y ... su quiero y no puedo de los días venidos a menos. Las vacaciones siempre están por encima de nuestras expectativas y, a partir de cierta edad, resultan un tanto ordinarias. Los cuerpos no están hechos para las ocho de la tarde; esa hora en la que quedan en evidencia los músculos que perdieron todas las batallas. Los míos; los nuestros. Coincido con Jabois, mis días preferidos del otoño siempre fueron los del final del verano, igual que lo mejor del verano era el final de la primavera; cuando todavía no había obligación de ser felices ni sentíamos remordimientos por malgastar las puestas de sol.
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Cierro transitoriamente esta libreta para que el mes de agosto no llene sus hojas de borrones y sudores. No se puede escribir con la mente en otra orilla. Y damos por concluido otro curso político y periodístico en el que nos quedamos a medias; ese punto justo en el que nadie se acordará de nosotros. Hacemos periodismo; tenemos asumido que peleamos la gloria para esquivar el olvido. Sería mucho más satisfactorio freír churros a las puertas de un juzgado.
Me encuentro con Edu Galán en la entrega de los premios Cavia en Madrid. No apostaría el patrimonio de mi peor enemigo por alguien que se atreviera a alquilarnos un esmoquin. Quizás por eso llevo el mío en propiedad. Ahora es el momento de invertir en el traje de preso. Recordamos aquella época en la que éramos unos completos irresponsables. De aquello solo nos queda la cara y la pinta de sospechosos habituales; pero perdimos –hablo por mí– los adjetivos impertinentes que nos hacían incómodos. Charlamos con Jorge Fernández Díaz, periodista argentino –de padres asturianos– que acaba de recoger el galardón. Alabo algunos fragmentos de su discurso y me entrega el texto original que ha leído; como si acaso fuese el druida que tuviera que preservar este alegato por el periodismo en tiempos de desvaríos.
Jorge se dirige a la «fiel infantería del periodismo», aquellos reporteros que filtran la información más sensible que esconde el poder y que mantienen vivo este oficio incómodo y maldecido, pero a la vez tan esencial para una democracia. Cada vez más antipático; cada día más maldito. Pero somos nosotros, los periodistas, la última puerta a la que llamar cuando todo se da por perdido.
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Suscribo sus advertencias. «No someterse al doble rasero puede ser un riesgo en este mundo binario de demagogias y rencores cruzados». El periodismo no puede ser trinchera. Los reporteros, en mitad del campo de batalla en el que se ha convertido el debate público, tienen que esquivar el fuego cruzado; sin armas –pero nunca 'desalmados'– . «Es la única manera de mantener la autoridad moral. Sin ella, nuestra palabra no vale un céntimo».
Somos –releo en el discurso que me encomendó Jorge– los «aguafiestas que no aceptan militar ni ser camaleones, ni entregarse al cariñoso requerimiento de doble estándar que les exigen algunos de sus propios lectores». Ni siquiera estamos obligados a caer bien a quienes nos leen cada mañana. La manera más efectiva de avivar el pensamiento adormecido es la provocación. Somos nosotros los que podemos desmontar con datos el relato de los poderosos y desnudar sus contradicciones, en una época en la que se acostumbra a negar la evidencia. Repaso las notas que tomé de Martin Baron, exdirector del Washington Post, en su libro 'Frente al poder', donde relata la relación con Trump:«Primero se nos pidió que creyéramos mentiras concretas. Luego, que adaptáramos la realidad a nuestras preferencias políticas. Después, que aceptáramos solo lo que el presidente certificaba como verdad. Y finalmente, se nos pidió concluir que, aún existiendo una verdad, era irrelevante. Las mentiras no importan».
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La sociedad actual, que ha entregado su derecho a pensar a la inteligencia artificial, desdeña lo cierto y verdadero. La realidad no es más que una representación parcial, donde nos obligan a centrarnos en unos hechos mientras ignoramos otros. «Muy pronto no sabremos qué es cierto y qué es una tramposa fantasía», escribe Jorge Fernández Díaz. Y aquí es donde el periodismo fiable, el de toda la vida, ejerce su papel fiscalizador para separar la realidad de la farsa. Me quedo con la metáfora que escribió Jorge: «En un mundo donde la mentira es ley, la verdad seguirá siendo un negocio noble». A este mandamiento me agarro, como a palabras ardiendo.
Hasta septiembre.
CASTILLO DE LA CALAHORRA
El jueves voy a La Calahorra y subo a la colina desde donde se divisa el marquesado del Zenete. Los castillos siempre pertenecen a otra época. Nuestros años tienen más puntos débiles que fortalezas. El presidente de Diputación gira una llave de hierro para entrar al castillo, por el que la institución ha pagado seis millones y medio de euros. Llegaron a pedir catorce. A más de dos mil doscientos metros sobre el nivel del mar, desde donde la tierra se ve como una mancha de colores. Por dentro, el castillo es un gigante tuerto. No hay ventanas y el rastro de las palomas carcome las piedras. Aquí se han rodado más de sesenta producciones. Al cine le encanta la decadencia de los siglos.
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Joaquín Abras explica que una de las características de este castillo renacentista son las portadas que enmarcan puertas y ventanas. Muchos cuerpos los trajeron tallados desde Génova hasta el puerto de Almería y, desde allí, llevados con bestias hasta La Calahorra. Me llama la atención una puertecita en una esquina de la primera planta; como si le hubieran arrancado un marco. Se trata de la antigua capilla, de la que apenas se conserva el artesonado. La portada se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Falta el retablo, del que cuentan que Sor Cristina de Arteaga se lo llevó al convento de Santa Paula y que ahora podría estar en San Jerónimo. Pero no está localizado.
La historia tiene más expolios que dragones.
LOS CALCETINES DE 2031
Marifrán Carazo me manda unos calcetines de Granada 2031. Para disputar cualquier cosa conviene vestirse por los pies. Me comprometo a llevarlos con dignidad; que es algo que cada vez resulta más complicado desde que se pusieron de moda los calcetines de colores. Mi vida se hizo mucho más llevadera cuando descubrí que es más fácil acercar los pies a las manos que a la inversa.
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Subo a la Chumbera, donde se celebran los Premios Prestigio Turístico. Sin los calcetines, que es 29 de julio. Recuerdo las 15 propuestas que recogimos en el especial del domingo pasado para el Sacromonte. Quienes no piensan llevan peor las ideas de otros. Esther Guzmán interpreta en su guitarra al maestro Rodrigo. Veo cómo abarca con sus dedos trastes imposibles e imagino que fuese capaz de alcanzar con el índice y el meñique las dos colinas. Me percato que estoy en uno de los pocos puntos de la ciudad donde la Alhambra camina por delante; como si te diera la espalda o corrieses tras ella para alcanzarla mientras el día se hace crepúsculo.
¿Quién discute que Granada sea capital natural de la cultura?
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