Vecinos de Valenzuela, en la plaza del pueblo. PEPE MARÍN

La vida olvidada en los dos pueblos más pequeños de Granada

Buenavista y Valenzuela son dos anejos de la provincia donde no hay locales y donde sobreviven gracias a los vendedores ambulantes

Leticia M. Cano

Domingo, 14 de septiembre 2025, 00:00

El silencio no acompaña, manda. Se posa sobre los techos, se mete en las cocinas y se queda atrapado entre las persianas alicantinas que tapan ... las puertas. A veces lo acompaña el olor de un guiso, ese que se hace igual desde hace décadas, sin receta escrita, solo con la memoria de las manos viejas. Se escapa por las puertas entreabiertas como un secreto mal guardado. Fuera, los pasos avanzan despacio, con cuidado, como si el suelo pudiera resquebrajarse. Y de tanto en tanto, un coche lejano interrumpe la calma que parece eterna. Lo demás son pájaros y días que se suceden como réplicas. La rutina, la monotonía.

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Buenavista o Burriancas. Valenzuela o Seco de Lucena. Dos nombres, dos pedanías, dos pueblos y dos historias. Nombres que suenan distintos, pero que respiran igual. Unidos por la cercanía y separados por la distancia que guardan sus historias. Aquí, la vida transcurre lenta, idéntica, como si nadie la estuviera mirando, al borde del olvido. Lo que queda en la memoria de sus habitantes se vuelve bruma. Los archivos no guardan anécdotas y las cabezas ya no recuerdan lo que deberían. El tiempo pasa con más pena que gloria, robando gente, costumbres y ruidos. Quedan mudanzas forzadas, despedidas que se llevan pedazos del pueblo. Cada partida es un hueco nuevo que hace más visible la certeza de que ya casi no queda nadie.

El recuerdo de un nombre

Todos celebraban la Navidad cuando en apenas 20 segundos la vida se desmoronó. Era 25 de diciembre de 1884, cuando el peor terremoto de la historia de Granada sumergió a Valenzuela entre ruinas. Solo quedaron gritos pidiendo auxilio. Entonces, el periodista Seco de Lucena acudió a caballo para informar al resto de España. Llegaron ayudas y, con ellas, agradecimientos. «El segundo nombre de Valenzuela se puso en honor a él, por todo lo que ayudó», añade María Ortiz al terminar de contar la historia que resuena en cada esquina de la comarca.

Tiene 94 años, llegó al pueblo con solo 23, recién casada, y está acostumbrada a una vida de penumbra y supervivencia. Todo el territorio, según cuenta Armando, un vecino, era un cortijo que pertenecía a su bisabuelo, que fue dividiendo tierras para los descendientes. Entonces, todo parecía tener más valor: el agua, la luz, la comida. Las charlas eran a la orilla del río mientras lavaban, los correteos de los pequeños invadían las calles y la calma era lo que no se palpaba. No existía un puente hacia la carretera de Alhama y la mejor opción era pasar por un palo. «Recuerdo que iba a una excursión y cayó una niña», explica entre risas.

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No existía un puente hacia la carretera de Alhama y la mejor opción era pasar por un palo, recuerda una vecina

Un vecino de Valenzuela. PEPE MARÍN

Aproximadamente 200 habitantes recorrían sus calles a diario. «No venía el correo, no venía el médico, no había agua potable, no había nada», añade María. En 1953 llegó por primera vez una maestra para impartir clase a todos los pequeños que, en aquel entonces, había en la localidad. En una casa particular se reunían todos los niños, de diferentes edades, pero tuvo los días contados.

En Valenzuela, el futuro estaba escrito y sus habitantes tuvieron que emigrar a finales de los años 60. Los bares que también eran pequeñas tiendas tuvieron que cerrar y la despoblación asoló al pueblo. Se fueron las risas, los juegos y todo lo que pertenecía a él. Bernardo Machado y Eulalia Ordóñez, de 92 y 85 años, se marcharon a Alemania y a las puertas de su jubilación decidieron volver a su lugar de origen. Al llegar encontraron los restos de lo que fue su vida y que poco se parecía a lo que dejaron.

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Cerca de los años 80 llegó el agua potable al pueblo, lo que para ellos fue una novedad. «Yo quería volver, aquí conozco a todo el mundo y en Alemania ni los entendía», explica Bernardo. Ahora, todos son familia. Apenas 16 personas viven en el pueblo, cuya cifra bate récord en verano llegando, con suerte, a sumar 25. Todos se conocen y la mayor concentración se produce cuando cae el sol, en la plaza del pueblo. Allí, siempre encuentran algo de lo que hablar.

Bernardo y Eulalia, de 92 y 85 años, se marcharon a Alemania y a las puertas de su jubilación volvieron a su lugar de origen

Debido a la inexistencia de tiendas, el panadero reparte con una furgoneta dos veces al día y, además, una vez a la semana llega el pescadero, el repartidor de huevos y el butanero. Si no, se avisan entre ellos. Aunque algunos, como Gabriel Retamero, confiesan que se apañan solos, otros acuden a sus vecinos para que les hagan algunas compras. Metodología que no solo se produce en este pequeño rincón de Granada.

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Un reparto que dio vida

A tan solo cinco minutos, se encuentra Buenavista, antiguamente conocida como Burriancas. Es una pedanía de Alhama de Granada que se encuentra al borde de la carretera que la conecta con el resto del mundo, aunque pareciera que ese mundo fuese incapaz de mirarla de verdad. El pueblo nació en la época de Franco, cuando el Instituto Nacional de Colonización decidió que había que poblar los rincones rurales. Antes era solo un cortijo del marqués de Ibarra. Después, cincuenta familias llegaron para darle forma. Cuyo sudor, trabajo y esfuerzo eran la moneda para pagar la casa donde dormían.

Cerca de la carretera, los barracones dibujaban el paisaje como quien marca con tiza unos límites dudosos. Una huerta, unas cuadras, un espacio mínimo para vivir. Allí, cada tarea cotidiana estaba atravesada por la necesidad y la rutina. Cada centímetro de tierra tenía dueño, historia y memoria. Hoy, muchas historias se pierden entre el polvo y el silencio, aunque siguen dejando rastro: el de los descendientes que se aferran a su pasado.

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Habitar en un lugar diminuto

Saliendo a pasar la tarde. PEPE MARÍN

Las calles son rectas y se inclinan con severidad, dividiendo sus tres alturas y haciendo que los paseos se ralenticen. Una plaza, testigo del tiempo, donde los columpios solo se mueven si el aire aprieta. Una iglesia que abre sus puertas solo el día de San Isidro, un colegio vacío y una tienda con las persianas bajadas. No hay fieles, no hay nacimientos y no hay compradores que sostengan lo que un día se levantó y que el tiempo ha ido arrebatando.

Las «hormiguitas» –como una vecina llama a los niños que antes poblaban el pueblo– crecieron y se fueron. Algunos se quedaron, aferrados a sus raíces, intentando mantener lo que quedó. La vida transcurre igual que en Valenzuela, con encargos entre vecinos y compras a los vendedores que pasan por la zona. Con la calma que da el tiempo y la costumbre.

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No hay fieles, no hay nacimientos y no hay compradores que sostengan lo que un día se levantó y que el tiempo ha ido arrebatando

Lo que antes era vida ahora se confunde con olvido. Sin embargo, se mantiene la felicidad silenciosa. Sus habitantes se han adaptado, han aprendido a doblar los días sin romperse. Las arrugas hablan por sí solas, cuentan historias que los labios ya no recuerdan del todo. Peinan canas y, entre mechones blancos, desenredan la sabiduría que solo otorga el paso de los años y la experiencia acumulada.

A pesar de la despoblación, hay más vida que en cualquier otro lugar. Porque aunque los recuerdos y la historia parecen habitar ya solo en el eco del olvido, sus habitantes se aferran a lo que tienen: al lugar que eligieron para vivir, a la rutina que los define y a cada gesto que les recuerda que están aquí, completos y resistentes a su manera.

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