La empresaria oculta bajo su mandil el cabestrillo que le ha apartado temporalmente de su oficio. Alfredo Aguilar

La panadera de Mariana Pineda que traía una hogaza bajo el brazo

Personajes de barrio ·

Eugenia Rojas Rojas regenta los cuatro metros cuadrados con más miga del Realejo: el quiosco de plaza Mariana donde despacha pan de Alfacar desde hace casi 40 años

Yenalia Huertas

Granada

Domingo, 2 de febrero 2020, 11:39

Masa madre de un día para otro, levadura prensada, agua, harina, sal, un horno de leña, una pizca cariño... y ¡tachán!, así se hace el ... pan. Pero no un pan cualquiera: es la fórmula 'mágica' del pan de Alfacar que desde hace casi 40 años vende en el quiosco de la céntrica Plaza Mariana de la capital Eugenia Rojas Rojas.

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-«¿Eugenia, cómo estás?», le pregunta una clienta a la amable panadera, que acude al encuentro con IDEAL con un cabestrillo.

-«Ahora soy la manca de Alfacar», bromea Eugenia junto al quiosco antes de narrar a esta clienta su periplo médico.

Esta mañana está atendiendo una de sus hijas porque a ella la han operado de un tendón lastimado de tanto trabajar. «Como dice el refrán, al burro que más trabaja más pronto se le rompe el aparejo», sonríe la panadera.

Es hora punta y la cola de gente que aguarda su turno acaba en la mitad de la plaza, aunque hay muchos días que llega hasta el mítico café Fútbol.

Para recibir a los informadores, Eugenia se ha puesto su mandil. Es de color blanco nuclear y lleva un gracioso volante en el hombro. Se podría decir que es su uniforme de trabajo y prácticamente de vida, porque esta granadina lleva ligada al pan desde jovencita. Empezó en su profesión con 14 años repartiendo con una talega el pan que hacía su abuelo. Ya entonces recorría las calles del barrio del Realejo, donde es sin duda una cara archiconocida.

«Mi madre le compraba el pan al padre de Eugenia», comenta otra clienta, que se identifica como Mari Carmen Egea. La mujer confiesa que a veces se lleva barras para congelarlas y gastarlas otro día. «Lo dejo en la encimera y tiene una descongelación fantástica», explica la señora, que recomienda el pan de aceite especialmente, «aunque en realidad está buenísimo todo».

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Esta clienta, como otros muchos habituales del quiosco, había echado en falta a Eugenia. «¿Que si la he echado de menos? Mira, mando yo todos los días 'al Tomás' -'el Tomás' es mi marido, aclara- y le digo que pregunte a a ver cómo está«.

Eugenia, que lleva desde el día 9 convaleciente, también echa de menos a su clientela, que les es totalmente fiel. «Tengo 57 años y metida aquí dentro llevo desde los 18», precisa. Siempre ha estado en esos cuatro metros cuadrados, donde coloca a la perfección, a modo de 'tetris', las canastas, las bandejas y los sacos con los mil y un productos que oferta.

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Sobre el secreto del éxito de su negocio, no titubea: «Es el pan de Alfacar, el pan de toda la vida que nuestros antepasados nos han transmitido, es ese pan de horno de leña moruno. El horno que nosotros tenemos viene de mi abuelo, luego lo usó mi padre y ahora somos la tercera generación», aclara Eugenia con sus ojos melosos bien abiertos.

Vecina de Alfacar y madre de tres hijas que no han seguido sus pasos, abre su quiosco a las 10.00 horas y lo cierra a las 15.00. Lo normal es que las cestas regresen vacías al obrador, que está su pueblo. «Puede quedar algún resto, pero mínimo».

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Alrededor de 200 barras de pan y entre 30 y 40 hogazas y roscas se despachan cada día en este rincón de plaza Mariana. Luego está el pan integral, de centeno, de piedra o de aceite; las tortas de aceite, con chocolate o sin él, con cabello de ángel, de manteca, de manteca con chicharrones; las salaíllas, grandes y pequeñas; el pan de nueces, el de cuatro granos, el de soja...

Pero el producto estrella es el pan de Alfacar y sus derivados integrales, desvela Eugenia. «Es un pan totalmente diferente». Alguna vez ha podido faltar pan en su casa, porque en casa del herrero ya se sabe... Pero lo normal es que no suceda. A diario, en su hogar, los suyos consumen cuatro o cinco piezas.

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Eugenia reconoce ser una panadera que vino al mundo con una hogaza bajo el brazo. «Antiguamente, mis abuelos y mis padres hacían las hogazas de dos kilos, tipo pan, que duraba para dos, tres, cuatro días o una semana inclusive». Luego ya vinieron los bollos, las barras como las conocemos hoy.

Las tareas del pan las tienen repartidas en su casa. Su marido es el que trabaja de madrugada -de 2.00 a 6.00 horas- y ella es la cara amable del negocio, la que se encarga de atender al público. Su jornada empieza a las 7.00 horas. A esa hora está ya en el horno, porque hay que rellenar canastas y tenerlo todo bien organizado.

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Cuando la crisis estaba en su punto álgido, las ofertas en barras se multiplicaron como el pan y los peces en la Biblia, y Eugenia y su marido lo notaron en las ventas. «Nosotros y todos los panaderos. Mucha gente se fue al pan barato, pero quien probaba ese pan y veía que era como aire, regresaba al pan pan. Ahora la gente está volviendo a sus raíces», señala.

-«Es que le queremos dar un beso». Otra clienta del quiosco, acompañada de Paqui, también vecina de la zona, interrumpe la entrevista para saludar a Eugenia.

-«Lleva aquí más años que la Mariana», se ríe Paqui, que reconoce a la periodista y le recuerda que también creció en el Realejo.

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La panadera tilda de «mito» eso de que el pan engorda. Ahora bien, como en todo, hay que consumirlo con moderación. «No te puedes hinchar de pan con jamón o con chorizo, igual que no te puedes hinchar de cocido».

Eguenia comenzó vendiendo la barra a siete pesetas, hoy cuesta 75 céntimos. Con el olor a pan de leña impregnado en la pituitaria, los informadores se despiden.

La cola ha crecido y la panadera se debe a sus clientes. Muchos, ya despachados, se le acercan para preguntarle por su salud. Ella los saluda afable y les explica que su recuperación será lenta. Pero, Eugenia, como usted bien dice: «Los duelos con pan son menos».

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