Cuando no había nada mejor que... ¡un palo!

Lo que llevo en mi maleta ·

En aquellos años en que lo único digital que teníamos a nuestro alcance eran los dedos con los que nos comíamos las sardinas, cualquier cosa se convertía en un juguete con infinitas posibilidades lúdicas

Domingo, 9 de agosto 2020, 00:30

Playa de La Chucha. Sobremesa de una ardiente tarde de agosto abrasada por pertinaz Levante. El cuenco que contenía el melón está ya vacío, pero ... el calor y la galbana invitan a seguir de cháchara. «¿Te acuerdas del anuncio del palo?»

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Inolvidable, aquel niño feliz y dichoso porque le habían regalado un palo. Un sencillo palitroque nada más. «Y nada menos», convinimos mi hermano y yo. En plan proustiano, aunque más asilvestrados, nos lanzamos por la catarata de los recuerdos, rememorando todo lo se podía hacer con un palo en aquellos lejanos años 70 en que éramos críos y todo era analógico. Real, o sea.

Con palos y piedras, en la playa, construíamos los cuadros de mando de coches, aviones y naves espaciales que ríete tú del Concorde, el Enterprise o el mismísimo Halcón Milenario, que todavía era un proyecto en la cabeza de George Lucas. Cañaveras convertidas en las palancas que debían conducirnos hasta el infinito y más allá.

Las verdes ramas de almendro, duras pero flexibles, y nailon bien tenso nos servían para hacer unos arcos que habrían sido la envidia de Toro Sentado y el terror de Búfalo Bill. Las flechas eran, de nuevo, aquellas versátiles cañaveras, finas y verdes en este caso, que cortábamos y desmochábamos con el cuchillo del pescado de nuestra madre.

Qué importante era que se rompiera el palo de una escoba o una fregona. De nuevo con nailon liado y una aguja de punto de la yaya estratégicamente doblada, se convertía en un gancho para pillar pulpos. Porque los pulpos ni se pescaban, ni se cazaban. Se pillaban. El rompeolas que ahora adoran los amantes del surf era rico en cefalópodos. Y nosotros, respetuosos. Si alguien osaba sacar un pulpo pequeño, o tan siquiera mediano, era abucheado y se le obligaba a devolverlo al mar.

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Ni que decir tiene que nuestras primeras cañas de pescar eran puras y genuinas cañas hechas con... cañas. Y que con ellas, pescábamos poco o nada, aunque fueran la caña. Era más práctico echarse al mar con gafas, tubo y el sedal liado en un madero, para soltar poco a poco entre los bancales de lisas. Que debían de ser bien listas dado que no picaban ni a la de tres.

En Carchuna, en los 70, ya se jugaba al béisbol. El primo de un amigo de un vecino que había estado en Estados Unidos nos habló de aquel deporte tan raro, del que nada sabíamos. Fabricamos un bate con un remo roto, convertimos nuestras camisetas en bases y usamos una pelota de tenis para hacer strikes. Una vez vino otro amigo de un primo de alguien que había estado en USA y nos dijo que no teníamos ni pajolera idea de las reglas. Que nos iba a enseñar. No volvió a pisar la playa.

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A medida que íbamos creciendo, los Reyes Magos, que no eméritos, empezaron a regalarnos cañas de pescar de verdad, con su carrete y todo. Arpones con flecha de metal y hasta un auténtico bate con su pelota dura y su manopla de cuero. Seguimos sin pescar nada desde la orilla, se prohibió pillar pulpos y, temerosos de descalabrar a alguien de un pelotazo, cambiamos el béisbol por el voleibol. Eso sí, los arcos de fibra de vidrio –¡el arco de Ulises!– y el sonido de las flechas clavándose en las dianas pintadas sobre el tronco de los eucaliptos, no tenían parangón. Todos aquellos palos sirvieron para forjar nuestro carácter. Después llegaron los otros. Los palos de la vida. Pero esa es ya otra historia.

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