Manuscrito hallado en el Corral de Cautivos
Relato de verano ·
antonio gómez hueso
Viernes, 31 de julio 2020, 00:13
Hoy, vigésimo día de octubre del año mil trescientos cincuenta y cuatro después de la Encarnación de Nuestro Señor, yo, Bermudo Guzmán, hállome recluido en ... una 'matmura' de Yusuf I, sin cometer delito alguno, solo por encontrarme en el 'hammam' cuando los soldados del sultán hicieron una redada sorpresa. Me detuvieron por ser cristiano y sin credenciales. De nada les valió mi declaración de que estaba en Granada únicamente para concertar la venta de quince caballos destinados al gran visir Abu l-Nu'aym Ridwan.
Publicidad
Las condiciones de vida aquí son terriblemente duras: hacinamiento de presos, oscuridad, inmundicias, humedad… Nos alimentan con carne de caballos y mulos muertos en batalla. Estamos aherrojados en una honda mazmorra excavada en la misma roca, en donde nos introducen amarrados con cuerdas, en un lugar llamado Loma de Habul, más arriba del palacio. Durante el día nos sacan a trabajar en la construcción de la muralla del Albayzín.
La mayoría de los cautivos somos cristianos, hombres y mujeres, pero hay alrededor de veinte musulmanes, rateros corrientes. Hace unos días, uno de ellos, un tal Jatib, de piel oscura, se hizo amigo mío. Trabajaba durante el día en las caballerizas como esclavo, y por las noches lo traían aquí para dormir. Según me contó, se hallaba encarcelado porque le sorprendieron una noche orinando en la fachada norte de la mezquita y el 'cadí' le condenó a dormir en prisión durante cien noches por haber deshonrado el santo lugar. Me ayudó en los primeros días de cautiverio, aliviando mis heridas con yerbas que recogía para tal menester. Me confesó que iba a escaparse de las caballerizas y a matar al sultán. Aseguró que Yusuf realizó actos carnales impuros en la persona de su hija Mufida, en contra de la voluntad de la joven, durante varias visitas del monarca al 'hammam' donde ella labora. A causa de aquellos abusos, se quedó embarazada. Tuvo un hijo pequeño, moreno como ella, pero tras el destete, una noche unos embozados en túnicas negras asaltaron su casa y lo raptaron. Se rumoreaba que Yusuf montó en cólera cuando conoció la noticia, que movilizó a la guardia palatina para que registraran toda Granada, pero Jatib alardeó que a él no le engañaba: fue el propio sultán quien ordenó el secuestro, no sabía si para matar al bebé o para criarlo en algún lugar del sultanato, bajo su tutela. Me confesó que cuando lograra escapar, esperaría escondido y acechante para tener la ocasión de acabar con Yusuf.
Las mujeres de nuestra prisión están encerradas en celdas propias. En cada una se apiñan una docena, más o menos, en jergones colocados en el suelo y utilizando poyos de ladrillo como almohadas. Hace unos días trajeron a una nueva, con la ropa obscenamente desgarrada, las manos inmovilizadas por cepos a los pechos, y las pantorrillas aprisionadas por grilletes. Según comentó alguien, era una rea peligrosa, concubina del sanguinario Matugrán, temible monfí que se esconde en la sierra de Yabal Sulayr. Sus alaridos de dolor se oyeron durante dos jornadas, tras unos interrogatorios (para sonsacarle el escondite del bandido), seguidos de abundantes azotes.
Una mañana, aprovechando el breve tiempo que nos daban para refrescarnos en la fuente del exterior, se me acercó la desdichada, Rasha es su nombre, encogida de dolor, con heridas y moratones, el rostro hinchado y desencajado. Puso su mano en mi brazo y me rogó encarecidamente que le dijera a Jatib (ella no podía verle porque él trabajaba en los establos) que intentara alertar a Matugrán (a través de alguno de sus esbirros infiltrados en la servidumbre del sultán) de que la guardia real conocía ya su paradero. Entendí que, al fin, se lo habían hecho confesar. Mostró tal mirada de tristeza, que le aseguré que cumpliría su deseo.
Publicidad
Y lo hice aquella noche. Jatib me escuchó y me anunció que había planeado escapar en pocas horas. Me explicó que el monfí era un hombre honrado que robaba para alimentar a los pobres.
Al día siguiente, en el almuerzo, se acercó y me relató que había contactado, mientras trabajaba en las caballerizas, con un sicario del bandido y le había encomendado la misión de que le alertase. Cuando llegaran las tropas a detenerlo en su escondite de las montañas, no lo hallarían.
Aquella noche no vi a Jatib, por lo que supuse que había conseguido huir. Tres días después supimos que el califa Yusuf I había sido asesinado cuando se encontraba orando en la Gran Mezquita. Cuentan que un esclavo negro se le acercó sorpresivamente y le asestó varias puñaladas. La guardia le detuvo, pero no pudo evitar que fuera descuartizado por la multitud, que se abalanzó sobre mi pobre amigo. Los cortesanos recogieron el cuerpo herido del sultán y lo trasladaron a su palacio, donde llegó agonizante, falleciendo cuando le colocaban en su lecho. Ese mismo día subió al trono su primogénito Muhammad V. Se ignora dónde se esparcieron los restos de Jatib.
Publicidad
Ayer nos despertamos con el estruendo de un grupo de soldados que había irrumpido violentamente en la celda de las mujeres. Sacaron de allí, en volandas y amarrada, a una desesperada Rasha, quien suplicaba vanamente que la soltaran.
No he vuelto a verla. Se rumorea que la han ejecutado. Pudiera ser que haya sido en represalia por la fallida captura de su amante. ¿La habrán obligado a hablar? ¿Me habrá señalado como la persona que propició la alerta a Matugrán? Por si así fuera, por si mis horas estuvieran contadas, escribo esta misiva denunciando la injusticia que supuso mi detención y, más aún, mi posible ejecución. Mi único delito es haber accedido al ruego de una mujer desesperada y maltratada. Tal vez mañana, al amanecer, vengan a por mí.
Publicidad
Si estás leyendo esta misiva es porque así ha sido. Voy a esconderla en una oquedad de mi celda.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión