De Graná

El último teléfono fijo de Granada

Antes, hablar por teléfono era algo emocionante. El ring, ring resonaba en el pasillo. El más rápido de la casa descolgaba y resolvía el misterio. Luego se apartaba del auricular y gritaba el nombre del elegido

Domingo, 23 de febrero 2025

La carnicera clava la punta del enorme cuchillo sobre la tabla y sonríe a su público. «¿A quién le toca?». Es joven y dicharachera, pero ... con la suficiente sabiduría como para saber que en su trabajo la sonrisa, como la hoja, debe estar bien afilada. Una señora en primera fila levanta la mano. «Antonia, qué le pongo». Antonia es mayor y este fin de semana vienen los nietos a casa. Pide embutidos variados y, para terminar, una pata de cordero. «Me sale muy rico y a mis hijos les encanta», hace saber. La carnicera le dice que hay que pedirla, pero que si le deja su teléfono, en cuanto llegue la llaman para que pueda recogerla. Antonia, agradecida, se lo da encantada:

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–Tome nota, por favor: cinco, cuatro, siete...

–Antonia, ese teléfono no puede ser. ¿Está segura?

–A ver, déjame que piense. Sí, eso es: cinco, cuatro, siete...

–¿Tiene ahí su móvil?

–No, está en casa.

–Es que ese teléfono está mal. Los teléfonos empiezan por seis. O por siete, incluso. Eso que dice no es un teléfono.

–Oh, vaya, pues ahora vuelvo a casa y tomo nota bien. Será la edad. Yo juraría que es cinco, cuatro, siete...

–Que no, Antonia, que eso no es un teléfono.

Un tipo en la cola carraspea y se disculpa. «Claro que es un teléfono», interrumpe. «Pero es un teléfono fijo, ¿verdad señora?». Antonia asiente y se explica con las manos en alto, como si le estuvieran apuntado con una pistola: «Mi número de teléfono, el de mi casa, el de toda la vida:cinco, cuatro, siete...». La carnicera, completamente descolocada, paladea las palabras «teléfono fijo» sin emitir sonido alguno. «Solo le falta el 958 y listo», añade el tipo, orgulloso de haber resuelto el misterio. Antonia repite la retahíla de números, pero con el nueve, cinco, ocho delante.

Cuando la carnicera termina de anotar el pedido, dedica una amplia y brillante sonrisa a Antonia: «Pensaba que ya no existían los teléfonos fijos. ¡Debe usted ser la última!».

Una señora espera su turno, en el supermercado Dani. J. E. C.

Antonia no es la última. Yo mismo sigo teniendo fijo en casa, que no utilizo absolutamente para nada. Durante muchos años, el fijo solo conectaba con mi madre, como el teléfono rojo del Presidente de los Estados Unidos. Pero ya ni eso. Mi madre, como todas las madres guays del mundo, es una máquina con el móvil. Y, aunque ya no hablemos con el fijo, ninguno lo hemos quitado. Creo que el teléfono forma parte de lo que entendemos por una casa, tanto como las estanterías plagadas de libros, las pinturas en la pared, la barra de pan del día o el brasero en la mesa camilla.

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Antes, hablar por teléfono era algo emocionante. El ring, ring resonaba en el pasillo. El más rápido en salir de su habitación descolgaba y nos sacaba de dudas. Luego se apartaba del auricular y gritaba el nombre del elegido: «¡José Enrique! ¡Ponte!». Un sábado por la mañana, por ejemplo, una llamada podía ser el inicio de una cadena: «Hemos quedado a las seis en Gran Capitán. Avisa al resto». Y uno sabía quiénes eran el resto sin requerir más explicación, así que colgaba, volvía a levantar el auricular y marcaba a toda velocidad los nueve números que hicieran falta. Porque nos sabíamos todos los números de teléfono que importaban. Todos. Y nos los seguimos sabiendo. A veces –como René– pienso en marcarlos, a ver quién contesta.

«Nos sabíamos todos los números de teléfono que importaban. Todos. Y nos los seguimos sabiendo»

Hoy, la gente habla pero no escucha. Habla y habla sin parar, mandando audios terroríficos que se contestan con un triste corazón enlatado. Puerta Real está llena de gente que le habla al móvil como si fuera una bandeja de canapés, le dicta frases y envía su ubicación exacta, para que el otro no se pierda. Soy incapaz de imaginar nuestra adolescencia sin cagarme en los muertos de los dos o tres que llegaban siempre tarde a la plaza y nos hacían esperar una hora. Cuando el cabreo nos salía por las orejas, íbamos a la cabina y marcábamos el número de su casa. Ahora todo aquello me parece tan bonito que duele.

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Dicen que el 22 de diciembre de 2030 un meteorito podría chocar contra el planeta. Cuando la bola de fuego atraviese nuestros cielos como el afilado cuchillo de la carnicera, seguiré recordando perfectamente los teléfonos fijos de mi pandilla del colegio. Uno por uno. Sin el más mínimo error.

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