Calle de Jérez con la torre del castillo al fondo.

Jérez del Marquesado y el milagro de la Tizná

Lugares de leyenda ·

ituado en la cara norte de Sierra Nevada, Jérez del Marquesado ha sido testigo de continuas poblaciones que se asentaron al abrigo de la enorme riqueza agrícola y mineral que posee este municipio

José Manuel Fernández

Miércoles, 18 de agosto 2021, 23:54

En las minas de Santa Constanza y las del Peñón de Alrután se han encontrado numerosos restos arqueológicos que se remontan al Neolítico y a ... la cultura ibérica. Son los árabes los que dan a esta villa su fisonomía actual llamándola Mecina Xeriz, 'Barranco de la seda', nombre que alude a la abundancia de morera para los gusanos de seda y al agua que ha caracterizado a este municipio y del que perduran numerosos molinos como testigos. En un paseo sosegado sobre el terreno pude admirar los numerosos rincones cargados de historia y belleza, así los restos del castillo nazarí construido sobre un promontorio junto al rio, la Torre de la Alcazaba vigilante como soldado de piedra de guerras pasadas o la Torre Islámica situada en la calle Alcázar, embutida en una casa particular y coronada por una virgen. Situado en el Parque Natural de Sierra Nevada, los senderos que parten del pueblo presentan paisajes de gran belleza como el de las Minas de Santa Constanza y el Molino de los Regas.

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Para descansar existen casas rurales como el Molino Santa Águeda, Los Castaños o Casa Escarpina y restaurantes como Los Cortijillos, la Vaca en Llamas y Bar Pichica.

Para culminar la visita, la Iglesia de la Anunciación del S. XVI, que mezcla estilos mudéjar y renacentista. Precisamente fue en el interior de ésta donde pude admirarse la preciosa talla de Nuestra Señora de la Purificación, llamada cariñosamente la Tizná. Al preguntar al párroco, don José María Tortosa y con una enigmática sonrisa, nos invitó al interior del archivo de la parroquia donde en el interior de una vieja carpeta se encuentra un papel apergaminado y protegido por tapas de cuero viejo. Redactado por otro párroco hace ya más de tres siglos y medio, pudimos leerlo con detenimiento y devoción. ¡Toda una joya! Fue Francisco de Moya el escritor y redactor de aquel prodigio del 18 de junio de 1653.

Dice así: «A diez y ocho días del mes de junio de este presente año de 1653, fecha en la que la Iglesia celebra los natales de los gloriosos mártires hermanos San Marcos y San Marceliano, a las cuatro o cinco de la tarde, se oyó un espantoso trueno y vino un desacostumbrado y gran relámpago que pareció encender toda la villa con el fuego que traía al caer en la iglesia. Un rayo cuyos admirables y prodigiosos efectos referiré para gloria de Dios nuestro Señor y culto y veneración de la reina de los ángeles, la Virgen Santísima de la Purificación, por cuya intercesión y ruegos creemos todos que esta villa no quedó hecha polvo y ceniza en este día de ira de Dios nuestro Padre y Señor».

Iglesia (1) | Libro donde se describe el milagro (2) | Virgen de la Tizná (3)

Así de meticuloso en detalles comienza el clérigo aquel texto y prosigue: «El rayo impactó directamente sobre la torre de la iglesia con tal fuerza que destrozó una cruz de madera, presuntamente milagrosa que estaba envuelta en un lienzo blanco. Pero la cosa no había hecho más que empezar ya que aquel rayo se transmitió por toda la torre que se fragmentó en dos. Uno de los rayos surcó el capitel, atravesó la muralla y pasó por la sacristía para terminar en el altar mayor, donde impactó con la imagen del Santísimo Cristo al cual quebró tres dedos —contando desde el pequeño— y llegó hasta el tabernáculo del Santísimo Sacramento, en cuya cima estaba un Santo Niño Jesús a quien le rompió una corona de plata y el brazo derecho, le quemó el barniz de la mejilla y de la garganta. Después de cometer tales destrozos, el terrible rayo se consumió tras romper el Arca del Santísimo Sacramento y la puerta del Sagrario, así como los cuadros, candelabros y manteles que allí se encontraban.

El asunto no habría pasado a mayores de no ser porque otro fragmento del rayo tuvo un inoportuno encuentro con tres niños del pueblo que estaban tocando las campanas de la iglesia. «Alonso, hijo de Luis de Alcalá; Juan, hijo de Pedro de Sierra y Bartolo, hijo de Francisco Rabelo, se quedaron como muertos. Tenía Juan abrasado el vestido, Alonso un agujero por la parte de la espalda como de bala, quemado alrededor y de olor pestífero», es curioso como el párroco Francisco de Moya significa en su escrito «como muertos», pues aquí la prudencia del clérigo no se atreve a confirmar lo que vendría después.

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«El rayo siguió su marcha hacia el interior de la iglesia, donde destrozó el suelo de la torre, un par de ventanas y los muros. Salió finalmente por la parte trasera de la capilla de Nuestra Señora de la Purificación y después de destruir diferentes enseres, se hundió a los pies de la imagen de la Virgen, como desafiándola». Hay un dato que hay que tener en cuenta en esta fabulosa historia y es que treinta años antes otro rayo similar, pero de menor potencia, entró por uno de los ventanales de la iglesia desapareciendo en el suelo a tan solo un palmo de la virgen. ¿Dos rayos rendidos justo a los pies de la mítica talla? El asunto deja poco lugar al simple azar.

Virgen de la Tizná.

«Bajaron a los niños a la iglesia y puestos ante la Santísima Imagen de la Purificación, fueron grandes los clamores, los llantos y las súplicas que hacían sus madres y otras piadosas mujeres. Todos los vecinos, absortos y atemorizados, fueron a la iglesia a pedir misericordia a Dios Nuestro Señor, creciendo el llanto y las lamentaciones. Poco después los niños volvieron en sí, atónitos y asombrados. Se miraron desnudos y se les halló en las carnes unas cintas moradas, como sangre seca. Fueron grandes las alegrías y las voces que se mezclaron en aquella confusión viendo vivos a los niños», así escribe el clérigo Francisco Moya en el manuscrito.

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Tres niños muertos, destrozados por el impacto de un rayo, vuelven a la vida como si nada hubiera pasado gracias a la mediación de una imagen ya reconocida como milagrosa por aquel entonces a raíz de lo cual su fama se extendió de manera veloz.

Y hubo un detalle que resultó tan misterioso como significativo: el rostro de la imagen que se convertió desde aquel día en patrona del pueblo apareció tiznado tras la curación de los niños, como si de forma sobrenatural, hubiera absorbido el daño causado a los pequeños por aquel rayo maldito. Por ello, y hasta el momento actual, la talla es conocida popularmente por el apodo de la Tizná.

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Homenaje a Falla tras el concurso de Cante Jondo. Casa Museo Lorca

De los padres y padrinos del flamenco

EDUARDO CASTRO

Todavía hay quien piensa y defiende que el flamenco es inherente al pueblo gitano, un género propio del folklore que la cultura romaní traía ya consigo tras su largo, forzado y penoso peregrinaje nómada desde la península hindú hasta la ibérica. Craso error. De haber sido así, los gitanos que durante su errabundo trayecto se fueron asentando en otros países asiáticos o europeos, como Turquía, Rumanía, Bulgaria, Hungría o la República Checa, ¿no cantarían tientos y soleares en vez de canciones zíngaras? O, los que se quedaron en otras regiones hispanas tras su entrada por Cataluña en el siglo XV, ¿no bailarían la zambra en lugar de la sardana o la jota?

De las reminiscencias musicales orientales heredadas por el flamenco, tanto bizantinas como hindúes y musulmanas, hablaron ya en su día Federico García Lorca y Manuel de Falla. Sobre «los elementos del canto litúrgico bizantino que se revelan en la 'siguiriya'» escribió Lorca, citando a Falla, en su conferencia sobre 'El cante jondo (Primitivo canto andaluz)': «Los hechos históricos (...) son tres: la adopción por la Iglesia española del canto litúrgico, la invasión sarracena y la llegada a España de numerosas bandas de gitanos. Son estas gentes, misteriosas y errantes, quien (sic) da la forma definitiva al cante jondo. (...) Esto no quiere decir, naturalmente, que este canto sea puramente de ellos, pues existiendo gitanos en toda Europa, y aun en otras regiones de nuestra Península, estos cantos no son cultivados más que por los nuestros».

Los dos artífices fundamentales del Concurso de Cante Jondo celebrado en Granada en 1922 –sin duda el acontecimiento que catapultó al flamenco a su actual categoría artística– tenían, pues, bastante claro que se trataba de «un canto puramente andaluz, que ya existía en germen en esta región antes (de) que los gitanos llegaran a ella». Pero, aunque su presencia sea tan antigua y haya estado expuesta a un amplio proceso histórico de influencias, enriquecimiento y evolución, han sido los dos últimos siglos y medio de conocimiento, estudio y difusión los que avalan al flamenco, tal como lo conocemos en la actualidad, como el arte genuino y principal de Andalucía, cuyos estudiosos y teóricos más solventes han coincidido siempre en destacar la trascendental aportación de los gitanos asentados en nuestra tierra para que ello fuera posible.

Manuel Ríos Ruiz, al que ya cité la pasada semana, recordando a uno de los flamencólogos más respetados del siglo XX, el cordobés Ricardo Molina, y apoyándose en lo que ya advirtieron en su día 'Demófilo' –el padre de los hermanos Machado–, Rodríguez Marín y hasta el propio Gustavo Adolfo Bécquer, escribió: «Si los gitanos, como muchos aseguran no crearon el cante, al menos lo perfilaron, lo engrandecieron y le injertaron dramatismo, tragedia en determinados estilos, y en otros ironía, sátira, bullicio, gracia y picardía». Aceptemos, por tanto, para concluir que, aunque sus padres fueran payos, sus padrinos fueron calés, y ya se sabe que a veces los padrinos tienen más influencia en la crianza de la criatura que los propios progenitores. Eso sí, de lo que nadie puede dudar es de que ambos, padres y padrinos, son andaluces y su criatura, el flamenco, nació, creció y se reprodujo en Andalucía.

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