Un mensaje en el móvil y el escalofrío de la terrible noticia quebró la quietud de la mañana del último sábado de agosto: Jesús Martínez ... Ruiz, querido compañero y director del Departamento de Derecho Penal de la Universidad de Granada, había muerto ahogado en Torrenueva al anochecer del 28 de agosto. Los diarios daban la noticia escuetamente. Empezaron entonces los reproches a la vida –mejor dicho, a la muerte– por haber venido demasiado pronto a buscarlo, cuando tantos proyectos le aguardaban en la mucha vida que aún tenía por delante. Porque Jesús era joven todavía para abandonar este mundo. Parecía, no obstante, mayor de lo que era por su seriedad y por ir siempre trajeado. Acudía al departamento a diario con un aspecto impecable, como quien va de boda o de fiesta. Y allí, en la Facultad de Derecho, donde casi pasaba más horas que en su casa, tuvimos muchos la suerte de conocerlo y tratarlo. Con él no había competencia ni recelos. Sí confianza como para decirle sin tapujos lo que pensábamos de cualquier tema, incluso aunque discrepáramos, sabiendo que no se molestaba. En los últimos años, las obras en el departamento habían hecho que no nos viéramos a diario. Luego vino el confinamiento. Pero, antes de que viniera, allí estaba él todos los días, con la puerta de su despacho siempre abierta, dispuesto a echar un parrafillo o un café o a dar un consejo.
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Muchos recuerdos y anécdotas empezaron a venir a la mente al saber de su ausencia: los cursos de verano en San Roque, nuestras primeras jornadas en Jerez o aquel congreso en Barcelona en el que nos habían seleccionado una comunicación, y adonde, al llegar, después de un viaje en tren muy largo y cansado, parando mil veces, un problema con la reserva nos dejó tirados en Barcelona, de noche y a la búsqueda de hotel…
Jesús era muy callado y franco. Si una conferencia no le gustaba, bastaba mirarlo para saber qué estaba pensando. Siempre caballeroso, clásico en las formas, orgulloso de su mili, con aires de duro pero cariñoso. Era conciliador. Tenía cintura y diplomacia. No quería problemas ni tensiones. Y consiguió evitarlas. Mediaba y mantenía en calma las no siempre fáciles aguas universitarias y departamentales, y procuraba que todos estuviéramos contentos en el departamento. Por eso, va a ser muy difícil –imposible– cubrir su hueco. Solo cabe procurar copiar todo lo bueno que Jesús tenía, todo menos su caos de libros y papeles encima de la mesa de su despacho, donde solo se entendía él.
Es habitual glosar la figura de quien se muere, más aún si es de una manera trágica. Pero cualquiera que conociera a Jesús Martínez Ruiz sabe que, detrás de esa apariencia seria y distante, había un hombre «machadianamente» bueno y con humor, del que bien orgullosa puede estar su familia. Porque fue un hombre formal, cumplidor con su trabajo y, sobre todo, buena persona y estupendo compañero, dispuesto a hacerte un favor antes de que terminaras de pedírselo.
«Dios proveerá…», solía decir. La frase se la había copiado yo a mi apreciado Severino Calderón, franciscano. Y Jesús debió escuchármela en alguna de nuestras conversaciones y la adoptó hasta hacerla su lema. El fatal destino vino a buscarlo en forma de ola al final de agosto, haciendo naufragar en segundos todos sus sueños y hundiendo en la tristeza de la pérdida sin remedio a quienes le conocíamos y apreciábamos desde hace mucho tiempo.
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Ojalá ese Dios al que apelaba haya provisto para él el sitio que merece en la gloria. Aquí abajo, mientras tanto, sus compañeros de departamento ya le hemos reservado de por vida un lugar privilegiado en nuestra memoria. ¡Pero cuánto nos va a faltar…! Querido compañero Jesús: descansa para siempre en paz.
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