«Es frustrante ver a tu mujer e hijos solo en una pantalla»
Salir a flote | Horacio Macuacua, coreógrafo mozambiqueño ·
Nacido en Mozambique y residente en Granada, donde viven su mujer y sus dos hijos, el bailarín retoma su actividad internacional tras un año de parón forzosoguillermo ortega
Domingo, 18 de julio 2021, 00:23
Horacio Macuacua nació en Maputo, capital de Mozambique, hace 42 años. Sintió la pasión por el baile cuando era un niño y a los 17 ... ya se dedicaba profesionalmente a ello. Con el tiempo fue progresando y, tras pasar por la Escuela de Baile de Mozambique, se le presentó la oportunidad de dar el salto a Europa. En concreto a Ámsterdam, la capital de los Países Bajos, donde trabó relación profesional con el que define como su «maestro», el venezolano David Zambrano.
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Este tenía un centro en el que impartía dos técnicas de baile de su invención: el flying low (volar bajo, en español) y el passing through (pasar a través). «En los dos se trabaja con mucha improvisación, que es algo en lo que me especialicé después», explica, para añadir que en perfeccionar esos estilos invirtió algunos años, tras lo cual volvió a Mozambique.
Allí conoció a Marián Domínguez Fraile, una cordobesa que había estudiado Traducción e Interpretación en Granada y que estaba trabajando en el departamento cultural de la embajada española. Como decía la canción, el flechazo fue instantáneo. Su primer hijo, Kora, nació en España pero se fue con ellos a África con sólo un mes de vida y allí pasó sus dos primeros años. Entonces, a Marián se le acabó el contrato y regresaron a España. En concreto a Granada.
Pero hablar de una residencia fija, a esas alturas, sería inexacto. Horacio Macuacua ya tenía un nombre y trabajaba en Europa, Brasil, Corea del Sur, China… y a todos esos sitios le solía acompañar su familia.
Llegó un momento en el que le apeteció compaginar sus actuaciones con la docencia. «Llevo diez años enseñando a otros y también hago giras con mis propias piezas, o bien trabajo con otros bailarines en sitios donde me llaman, bailo para compañías…», enumera.
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La pandemia le pilló en Barcelona, contratado por el ayuntamiento para impartir un taller al que se habían apuntado 25 alumnos de diversos países. Cuenta que, cuando sólo llevaba una semana trabajando, «se cerró todo y hubo una desbandada, todos los del curso se fueron rápidamente a sus países».
Él se vino a Granada y pasó el confinamiento con Marián, Kora y su hija Mara, que ahora tiene cuatro años. Kora es un ejemplo de nobleza. Mara, un torbellino con gran personalidad que derriba a cualquiera con su risa.
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Acostumbrado a estar todo el día de aquí para allá, el parón forzoso fue un suplicio para el bailarín. Cuando empezó la desescalada no terminaron los problemas «porque no nos estaba permitido salir a otros países», así que, para por lo menos entretenerse, se puso en contacto con la Escuela de Circo de Ogíjares para impartir un taller «y regalarnos todos un baile después de tanta desgracia». Un baile que, por culpa de las restricciones, tenía que ser por fuerza con aforo limitado.
Durante todo este tiempo, claro, ha perdido dinero. Se dio de baja como autónomo «porque no tenía dinero para pagar la cuota» pero tuvo que seguir afrontando una serie de gastos fijos que no se compensaban con los ingresos, por la sencilla razón de que estos quedaron reducidos a cero. Sobrevivió tirando de ahorros, «sin ningún tipo de ayudas».
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Cuando reabrieron las fronteras, Horacio regresó a Mozambique para hacer unas gestiones y se tuvo que quedar cinco meses allí porque las cosas, nuevamente, se torcieron. Confiesa que era «frustrante» resignarse a ver a su mujer y a sus hijos sólo a través de una pantalla cuando entablaban conversación por videoconferencia, el salvavidas de tanta gente. Por fin, con un poco de suerte gracias a que tiene permiso de residencia en España, pudo volver.
Ahora trabaja fundamentalmente solo y hace sobre todo «cosas rápidas y pequeñas, a ser posible en escuelas, porque en los sitios privados las actuaciones se cancelan con más facilidad». Ya ha bailado en Oporto y pronto estará en Estocolmo y Ámsterdam. Retoma por fin su actividad internacional.
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Eso significará que volverá a alejarse de los suyos, pero entiende que es algo a lo que, para bien o para mal, «están acostumbrados, porque además su madre y yo les hemos transmitido a nuestros hijos que los cambios son normales, que son parte de la vida. La pena es que ahora no podemos viajar los cuatro juntos, porque los niños están en el colegio y así es más difícil».
Todo este parón, pero sobre todo la enorme repercusión mundial que ha tenido el coronavirus, le han hecho reflexionar. Asegura que, en esos cinco meses que pasó recientemente en Mozambique, pensó mucho en «lo distinta que es la historia aquí y allí». Se explica: «En África hemos vivido y aún vivimos muchas enfermedades mortales, como el cólera o la malaria, y de alguna manera nos hemos acostumbrado a que formen parte de nuestra existencia, a convivir con ellas».
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Hay, observa, una gran diferencia entre esa filosofía y la del llamado mundo civilizado, ya que «en Europa y en América del Norte cundió el pánico cuando el virus les atacó a ellos, a los países con más dinero y más poder. Si se hubiera limitado a atacar a países pobres, se habría hablado mucho menos de él», destaca.
De hecho, tiene la teoría de que el virus no se ha cebado tanto con África porque allí «ya nos lavábamos las manos con mucha frecuencia para prevenir el cólera y otras enfermedades», y eso ha podido hacer que el número de contagios sea más bajo. Las estadísticas, eso es cierto, reflejan una incidencia bastante menor en el continente africano.
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Su estancia en África, continúa, fue «una buena terapia» después de pasar el confinamiento en Europa. «Me planteé incluso la posibilidad de que en un futuro nos podamos ir toda la familia a vivir en Mozambique, aunque sé que eso va a resultar difícil por la cuestión de los trabajos, pero creo que nosotros, y me refiero a todas las personas, tenemos que buscar otra forma de vivir», medita.
El fútbol es otra cosa
Macuacua hace una reflexión sobre la diferencia en que en estos meses han sido tratados unos y otros. Aficionado al fútbol y a la selección de Portugal (país al que Mozambique está unido porque en su día fue una colonia lusa), le llamó mucho la atención que, cuando jugó contra Hungría en la reciente Eurocopa de fútbol, hubiera en el estadio 60.000 personas «mientras que los teatros han estado mucho tiempo cerrados y ahora han reabierto pero tienen el aforo limitado».
«Yo entiendo que el fútbol se juega en recintos al aire libre y el teatro se hace en lugares cerrados, pero por otra parte opino que 60.000 personas que pasan allí más de dos horas, unas pegadas a las otras, a menudo sin mascarilla… Puede que eso sea más peligroso que estar en una butaca durante una representación».
Su veredicto es que «se han olvidado de los artistas. A los futbolistas los han puesto en primer lugar y a los artistas, en el último. ¿Cómo vamos a sobrevivir de las taquillas si tenemos el aforo limitado? Es muy injusto, porque aspiramos a vivir de esto y el arte es muy importante para todos, para el mundo», remata.
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