Restaurar la montaña
Las cordilleras ofrecen zonas para disfrutar de territorios no presionados. Es una responsabilidad conseguir que sigan existiendo e incluso recuperar las afectadas para un uso no agresivo, no artificial ni multitudinario
Nos gustaría transmitir en estas líneas nuestro convencimiento de la importancia de que existan espacios, como los que ofrecen ciertas montañas, que a sus valores ... intrínsecos unan otros, más intangibles, ligados a las percepciones y vivencias que son capaces de proporcionar a quien los visita. Lugares que lo consiguen gracias a la ausencia de signos de presencia humana y a tener suficiente lejanía como para requerir motivación y esfuerzo por parte de quienes sientan el afán de adentrarse en esos territorios. Los espacios lejanos y bien conservados son y serán cada vez más escasos y necesarios en un mundo en el que la masificación tiende a estar más presente.
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La presión alcanza a las montañas, e incluso llega a algunas de las más altas del mundo. Como, afortunadamente, la masificación en las montañas no tiene una distribución homogénea, tiende a concentrarse en determinados lugares. Fuera de ellos, la mayoría de las cordilleras siguen ofreciendo zonas en las que hay oportunidades para disfrutar de territorios no presionados. Es una responsabilidad, por tanto, conseguir que esas zonas sigan existiendo e incluso recuperar las afectadas para un uso no agresivo, no artificial ni multitudinario. Hay casos en que cierto turismo parece no tener límite y puede abordar y perturbar, entre otras cosas con sus intervenciones, equipamientos y hasta gentíos, lugares que merecen otro trato.
Desde nuestro punto de vista, lo importante es la montaña, el valor de la montaña como tal. Por un lado, consiste en su valor natural, que responde al estado, lo más espontáneo posible, de su entorno. Y por otro, reside en su valor cultural, que requiere ante todo calidad del escenario, aunque también del usuario y hasta de la historia local, para que revierta en conocimiento y en experiencia vital. Desde esta perspectiva, la misma montaña es un fin, no un medio. Un fin en su buen estado paisajístico, en su naturalidad, sin que se resientan ni su identidad ni su entidad ni su capacidad educadora, formativa y vivencial. Ese valor de la montaña como un fin debe, pues, estimarse y preservarse, con el objeto de mantener un máximo de la naturalidad propia del lugar. Incluso, el valor montañero se resiente y hasta se hace cuestionable si su paisaje se vuelve artificial, si pierde carácter agreste o la fuerza y la calidad de los rasgos sólo naturales se atenúan, si el desnivel mengua, si las infraestructuras humanas se instalan en su dominio. Para el montañero, su paisaje es aquel en el que, por sus condiciones naturales, se reconoce en profundidad y se siente en armonía, aquel donde se mide con una montaña que presenta y mantiene su naturalidad con categoría, vigor y hasta soledad. Condiciones que se guardan como una muestra más del valor de lo remoto.
Para el montañero, su paisaje es aquel en el que se reconoce en profundidad y se siente en armonía, aquel donde se mide con una montaña
No deberíamos olvidar los ejemplos que suponen algunas actuaciones e infraestructuras en la montaña que se hicieron en momentos en que prevaleció un afán desarrollista del turismo. Es el caso de algunas estaciones de esquí creadas o ampliadas en el siglo pasado, que se revelaron provocadoras de impactos excesivos. En cambio, en la antigua estación de esquí de Valcotos, en las laderas del Pico Peñalara (2.428 metros), además de recuperarse un paisaje se nos ha legado una actuación ejemplar de restauración de la naturaleza.
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En Sierra Nevada se cuenta con un interesante precedente de restauración ambiental incluyendo la demolición de una infraestructura existente. Se trata del refugio que existió hasta 1996 al lado de la laguna de Rio Seco, situado a 3.050 metros de altitud entre el Mulhacén y el Veleta. Tras no poca polémica entre los partidarios y opositores de mantenerlo, finalmente fue demolido y sus restos retirados, a lo que siguió una exitosa restauración del lugar, todo ello en el marco de la creación del Parque Nacional de Sierra Nevada, oficialmente declarado en enero de 1999.
Actuaciones como esta contribuyen a mantener en su estado natural espacios más allá de las infraestructuras de acceso o apoyo. Alejar los refugios de las cumbres, para mantener el ambiente y los valores que supone alcanzarlas, es algo que, muy acertadamente, manifestó en 1994 y ratificó en 2015 la Federación Andaluza de Montañismo.
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Lo comentado conecta con la actual situación existente con el refugio Elorrieta, situado a 3.187 metros de altitud en la cabecera del valle de Lanjarón. La opción hacia la que se orientan las actuaciones en curso, de restaurar su muy deteriorado estado y de mantenerlo como refugio de altitud, es la contraria a la que, hace casi treinta años, se aplicó al mencionado refugio de Río Seco.
Conservar el refugio Elorrieta, además de no ubicarse en lugar adecuado a la función de un refugio montañero, requerirá gastos de reconstrucción y de mantenimiento posterior, y contribuirá a que alcanzarlo se convierta más en un objetivo en sí mismo que el hecho de su posible función como tal refugio. Papel este último que es limitado y no exento de aspectos problemáticos, como las dificultades para el acceso a agua, la generación de residuos, los peligros derivados del abrupto terreno y la posibilidad de aludes en su entorno, además de lo que podría suponer si en el futuro se llegasen a plantear intenciones de desarrollo de la infraestructura.
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Dado el moderado valor de carácter histórico, cultural o patrimonial de dicho refugio, desde nuestro punto de vista resultaría muy conveniente que los medios que habrá que dedicar a su reconstrucción y mantenimiento futuro se destinasen a su desmantelamiento y a la restauración de aquel espacio natural, manteniendo la montaña libre de infraestructuras innecesarias. Desmantelar el refugio Elorrieta encajaría plenamente, además, en los principios y la función de un Parque Nacional.
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