Cisnes y sílfides del Bolshoi
Los solistas de los ballets de Moscú y de Bucarest brillaron en la segunda gran gala en homenaje al coreógrafo Serge Diaghilev
ANDRÉS MOLINARI
Martes, 28 de junio 2016, 02:04
Piezas sueltas de danza clásica, con El Lago de los Cisnes como obra imprescindible, ajedrezaron la segunda y última noche de presencia de los solistas ... del Bolshoi en Granada, recordando aquel mayo de 1916, cuando los Ballet Rusos actuaron por primera vez en España.
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No era simplemente de un suma y sigue, sino de un cada vez mejor. Anoche, lunes, y por tanto día atípico para la danza en el Festival, disfrutamos de una gran gala de ballet que aunó lo completo con lo fragmentario, es decir una obra íntegra seguida de fragmentos de las piezas más renombradas del repertorio universal. Yo soy poco partidario de estas extracciones, que a veces las comparo con órganos en formol fuera de sus cuerpos, es decir fragmentos de coreografía desnudos del contexto argumental en el que sus autores los insertaron y por tanto se esmeraron en talabartear sus atalajes, cosa que una miscelánea prescinde con cierta alevosía. Sin embargo, por otro lado, admito que es costumbre inveterada ésta de componer noches antológicas con los trozos en los que los bailarines mejor pueden lucir sus habilidades. Todo sea para bien del público.
Por eso la noche de ayer fue muy completa y digna del mejor aplauso, pues compuso su primera parte con un ballet íntegro y la segunda con un alicatado de piezas bien escogidas, extraídas del aquel repertorio que pasearon por medio mundo los Ballet Rusos de Daghilev.
Les Sylphides, como es sabido, fue una creación de Fokine sobre música de Chopin cuando se cumplían 60 años de la muerte del compositor polaco. La obra se ha visto alguna vez en Granada, pero la versión de anoche, firmada por Sergei Filin, fue límpida y rigurosa, más ensimismada en lo estático que en el desarrollo vertical, con la parte masculina muy desatendida, y la femenina siempre buscando el lucimiento grupal. Ballet de mucho tul hasta las rodillas y alitas en la espalda baja, sin decorado ni atrezo, bastó con las bailarinas diseñando ángulos inauditos con sus piernas, puntas rigurosas con sus zapatillas y balanceos acompasados de brazos y cuellos cuando dibujaban fuentes o gineceos.
Álbum selecto y un gato
La segunda parte del espectáculo fue un álbum selecto, compuesto por coreografías famosas, renovadas en parte por el director grupo que estos día visita nuestro Festival. Como si de un gran museo de instantáneas se tratase, la noche fue pasando hojas ante nuestros ojos, que se extasiaban más en esta o aquella coreografía, según los gustos, que eso es agradar a un público tan numeroso y variado. El lago de los cisnes, en la coreografía de Fokine, era pieza casi imprescindible y en ella se equilibraron por fin hombre y mujer. Él al principio mero cabrestante de los endiablados giros de ella y ella sorprendente por la resistencia en el dificilísimo turbión de piruetas. Una danzarina más que adecuada para este cisne negro que ha de poseer cierta fiereza y no poca tensión en las piernas para contrastar con su antagonista.
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Pero no todo fue tutú y punta roma. El monólogo de Petrushka, de nuevo con coreografía de Fokine, permitió el lucimiento de Ivan Vasilev tan bailarín como actor, con la inaudita compañía de un gato que cruzó el escenario sin inmutarse de aquella tensión entre el hombre y el pelele, el bailarín y el tentetieso.
Pero si de teatro hablamos, hay que descubrirse ante el precioso montaje de El Espectro de la Rosa, sobre música de Weber, en donde la grabación, por momentos muy deficiente, nada enturbió el colmado romanticismo que despliega esta obra: mujer soñando desmadejada sobre un sillón y hombre vestido con pétalos de rosa, jugando a ser mariposa de Morfeo. No cabe más hálito romántico salvaguardando siempre la elegancia.
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Otro dúo ascendió aún más el listón de la calidad. Esta vez era la relatora todo seducción, vestida de verde y el esclavo más retórico y soso, incluso en su atuendo metalizado: Shéhérezade deparó instantes muy bellos y, como siempre, un final muy limpio, marchamo indiscutible de esta compañía.
No podía faltar Manuel de Falla, el gran amigo de Diaghilev y su mentor mundial. Por supuesto fue El Sombrero de Tres picos y de él vimos la farruca, para hombre solo, peor vestido que los anteriores equivocado en el zapateado y muy escaso de brío español incluso con las palmas. Pero tras olvidarnos el Sombrero llegaron los mejores momentos de la noche: La sola idea de ti, de Poklitaru, fue una preciosidad, todo frescura y lozanía, todo aire limpio y desdén del tul y de la pirueta. Instante memorable entre los memorables. Que nada quita esa otra lindísima muerte del cisne, con la archiconocida música de Saint-Saëns. Porque el clásico siempre lo será mientras es siga haciendo tan correctamente.
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Y el final se animó un poco con el Gran Pas del Don Quijote, a seis bailarines, muy diferente del que vimos en este mismo escenario la semana pasada. Sentido adiós a un ballet que nos deja un agradabilísimo sabor de boca.
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