La cuarta ola y el sexto adiós de Granada
Mientras que la restauración optó por cerrar antes de hora, por la falta de clientes, ríos de jóvenes trasladaron la fiesta a sus pisos
El sol brilla tanto en la terraza que parece uno de esos anuncios de cervezas que presentan al verano. Dos tortolitos se buscan los ojos ... a la orilla de Pedro Antonio de Alarcón, con las mascarillas enrolladas en la muñeca y rodeados de una marabunta de jóvenes que beben sus copas mientras siguen el ritmo de la música con la punta del pie. Y en esas están los Romeo y Julieta de Granada, congregados en una algarabía de exaltación de la amistad, con la distancia prudencial a mínimos históricos, cuando el reloj toca las ocho. «Nos están quitando la juventud», dice, entre risas, Alejandro, de 21 años, mientras abandona su mesa. «Y lo digo en serio, ¿eh?», insiste. Ricardo, a su lado, está enfadado, hace cinco minutos estaba en la cresta de ola y ahora, pasadas las ocho, reniega de cualquier rostro de cordero: «Al final, de tanto avisar que viene el lobo ya no te lo crees. Como en el cuento, ¡el lobo, el lobo, que viene el lobo! Pues que venga, joder, que venga si quiere».
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Las agujas marcan las ocho y suena, otra vez, 'I Got You Babe' por la radio. En Granada seguimos tan atrapados en el tiempo como Bill Murray, pero con el añadido de la confusión por el cielo azul, las mangas cortas y las gafas de sol. La cuarta ola obliga al sexto cambio de hora en la ciudad. «Si al menos fuera de noche...», suspira María, sentada en una terraza de Plaza Nueva, a medio gas, a las siete de la tarde. Un ambiente similar al que reina en el resto de la ciudad, con más de la mitad de las mesas vacías. Porque el cierre de las ocho empezó, en realidad, a las seis de la tarde. Incluso antes.
«Hemos cerrado porque ya no hay gente. Teníamos hasta las ocho de margen, pero ¿para qué voy a abrir si no hay nadie?», lamentaba Antonio, de Los Manueles, a las seis y media. «Esto fastidia, claro. No hay quien se acostumbre –añadió–. Lo peor es que ahora toca recortar personal otra vez». A quince minutos de las siete, Martín, camarero de Bodegas Castañeda, ya tenía prácticamente recogida toda la terraza. «Vamos a cerrar ya. Desde las cuatro no viene nadie... Ha pasado siempre: cuando se adelanta el cierre la gente se asusta y viene menos. Ahora, cuando abran la mano, la gente saldrá en tromba».
El ambiente no es, en absoluto, el de un domingo soleado. Granada está enlutecida, cerrada y endeble. Joaquín y María, una pareja de Padul de 66 y 60 años, son los únicos clientes de la terraza de Bodegas La Mancha, en la calle Joaquín Costa. «Hemos venido al veterinario con ella –señalan a Cuca, su perrita– por una urgencia y, antes de volvernos al pueblo, hemos parado a hacer un vermut. Pero ya nos vamos. Lo que está sufriendo la hostelería no tiene nombre».
Poco antes de las ocho, en la plaza de la Romanilla, la escena parece sacada de un guion teatral. Los camareros salen disparados del interior de los bares como hormigas atareadas para retirar, poco a poco, las sillas y las mesas. Los clientes, interpelados, piden sus cuentas y abandonan sus copas que, en algunos casos, siguen llenas. En este trasiego de fin de fiesta, una pareja aprovecha el momento para hacerse un selfie con el móvil y subir la fotografía a Instagram. «Cerrando bares en Granada», escriben en el texto de la imagen.
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Los hay rebeldes, claro. Clientes que se niegan a abandonar su silla, su bebida y su tapa, apurando hasta el último momento. «Yo no me voy a dejar la cerveza a medias, como comprenderás. Que me esperen un momento, que tampoco vamos a contagiar a nadie en estos minutos», responde un hombre, en la Plaza de la Trinidad.
Con los primeros bulanicos en la calle, testigos del buen tiempo y de los estornudos inocentes, el cierre temprano invita al paseo. La Plaza de las Pasiegas, Trinidad y Puerta Real se convierten en el cierre a una salida que termina a la hora que, en la vieja normalidad, empezaría. En Pedro Antonio de Alarcón, no obstante, no hay sitio para la melancolía. De las tiendas de comestibles salen burbujas de jóvenes cargados con bolsas verdes. En el cruce con Sócrates, una cuadrilla de once avanza como si fuera feria. «¿Dónde vamos? ¿A mi piso?», pregunta una chica, a voces. «¡Yo pongo hielo!», responde uno. «¡Y yo porros!», dice otra, provocando la risa del grupo. Acto seguido, la levantan en hombros y todos canturrean a la vez: «Esa Elena, como mola, se merece una ola». Pasan veinte minutos de las ocho de la tarde del domingo y esta cuarta ola brilla a la luz del sol.
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