Como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces

Relato de verano ·

María jesús lópez peregrín

Jueves, 6 de agosto 2020, 00:22

Le quedaban siete días para jubilarse y no tenía tiempo que perder. Había malgastado los mejores años de su vida trabajando como periodista en una ... empresa de comunicación rancia y podrida. La redacción destilaba el olor fétido de un cubo de basura a medio vaciar en un matadero frigorífico. Los primeros en fichar eran curritos. Los últimos en hacerlo los redactores jefes, gente de confianza dispuesta a dar la orden de despiece al vacuno. Ella, después de treinta años de servicio, los había clasificado por calidades. Los últimos se llevaban la palma. De calidad extra: solomillo, lomo bajo y lomo alto para el despiadado redactor jefe Julián Segarra. Por su jugosidad. Era idóneo para masticar y tragar de forma tierna y sabrosa las ruedas de prensa de los políticos de turno que luego debían cubrir los redactores.

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La categoría primera a la Culata de Contra se la llevaba Periañez, su jefe de sección. Como en el caso de la carne, su aspecto engañaba. Parecía un tipo duro con los tendones y nervios templados, pero al menor cambio de humor de Segarra el débil Periañez se venía abajo. Y entonces su molla sólo servía para estofados.

La redacción estaba plagada de mujeres. Casi todas eran inteligentes, abiertas y capaces. Trabajaban en equipo sin hacer ruido. Sobre las doce de la mañana el grupo de edición se dejaba caer por el despacho de Segarra como pájaros sobre el asfalto. Catapultadas en sus tacones y aleteando entre ordenadores levantaban a su paso el polvo de la noticia. Luego, con absoluta profesionalidad, distribuían en el mantel los ingredientes de temporada que se iban a cocinar en la calle. Él no siempre daba el visto bueno. Todo aquel equipo de muchachas valía más que un solo redactor jefe de calidad extra.

El despiadado Segarra, amante de la casquería, no soportaba no saber lo que desconocía, que era mucho.

–Esto se cae, −dijo aquel día.

–¿Cómo que se cae? −respondió secamente una voz entre todas las voces−. Se ha muerto Michel Jean Legrand. Y eso hay que darlo te pongas como te pongas.

_He dicho que hoy el día no va de necrológicas. Al lío. Más temas en la despensa.

Sellaron con un sonoro silencio sus sospechas: las de que aquel individuo no tenía ni la menor idea de quién había sido el compositor y cantante francés que había fallecido.

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Llamó cabreado a Periañez y Periañez se presentó como alma que lleva el diablo. Se notaba a distancia que tenía los huesos duros, porque aguantaba de buen grado los golpes de plancha que lo chamuscaban hasta convertirlo en lo que era: un auténtico roast-beef. La recompensa, además del sueldo con pluses, era que aparcaba su Audi plateado en la zona vigilada por cámaras de seguridad.

Su caso era distinto. Ella no había entrado nunca en el despacho de Segarra por motivos de trabajo. Tenía el convencimiento de que la empresa la había catalogado durante todo aquel tiempo como un despiece de tercera categoría. En una palabra, que era un verso suelto entre rabos, faldas, morrillos y costillar. Ahora, a punto de jubilarse, comprendió que amontonaba su vida laboral en un estante refrigerado y se lamentó al pensar que firmaría los papeles siendo sólo Pescuezo, una pieza de carne con mucho tejido para hacer buenos caldos.

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Entonces reaccionó. Le quedaban siete días para ser libre y no tenía tiempo que perder. Dejó los zapatos de tacón que llevaba puestos bajo el suelo de su mesa de trabajo. Descalza, empujó la puerta y rodeó la mesa ovalada del despacho. Entró y se abalanzó de repente sobre aquel hombre, que lejos de verla como despojo, la había magreado durante treinta años convirtiéndola en la mejor parte del cerdo: su Secreto.

–Por fin podré alejarme de ti, y contigo de esta empresa de mierda −dijo recuperando la esperanza.

Sus ojos sostenían una mirada animal, acuosa y candente.

–Ya no podrás besarme como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces −dijo.

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Segarra bajó los ojos hacia el suelo. Periañez se tapó la boca con su mano grasienta y sudorosa. Las periodistas se apresuraron a colgar en Twiter la noticia que, cinco minutos después, se había hecho viral.

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