Cuando veo a un niño con un sobre en la mano, temblando de expectativas, me acuerdo de un cuento navideño de Chéjov. El pequeño Vañka, ... digamos Juanito en ruso, le escribe una carta a su abuelo rogándole que venga a visitarlo porque lo extraña mucho. Es Nochebuena y la luz de la vela se refleja en la ventana. El niño introduce sus balbuceantes palabras en un sobre en el que sólo anota, con toda la esperanza del mundo: «Para el abuelito, que está en la aldea». Después lo deposita secretamente en un buzón del que, por supuesto, jamás saldrá a destino. ¿Quién no es un poco Vañka, susurrando deseos imposibles?
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Miro a esa niña encantadora y abrigada que sostiene una postal en blanco, a la espera de todo. O que a lo mejor esconde sus secretos garabateados al otro lado, como hablándoles al oído. Se tapa media cara. Sólo vemos sus ojos encendidos y elevados, atendiendo a su interlocutor o quizás imaginándolo.
Un amigo que vive muy lejos dice que leer es cubrirse la cara, mientras que escribir es mostrarla. Podemos pensarlo también al revés. Al leer le mostramos nuestra cara al libro, y el libro nos devuelve un espejo. Cuando escribimos, en cambio, podemos expresarnos pero también transformarnos, revelar quiénes somos o convertirnos en otra persona: la que quisiéramos ser, la que nunca seremos, la que ya no somos.
Sólo una niña se tapa la cara en la multitud. Nos revela su identidad con la mirada, porque hay bocas que callan y ojos que lo dicen todo. Hay quienes pregonan sus deseos a viva voz, sumándose al grito colectivo, y quienes prefieren musitarlos como una plegaria. Creo que me parezco a esa niña: alguna vez fui, o quisiera ser, como ella. Por eso le escribo estas palabras, sabiendo que probablemente no llegue a leerlas. Las cartas más sinceras de nuestras vidas las escribimos para quienes no podrán recibirlas.
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