iento. El banco más solicitado del mirador de San Nicolás, aislado de turistas y visitantes, ante las imponentes y silenciosas vistas de La Alhambra. PEPE MARÍN

El silencio más bonito y sobrecogedor del mundo

Los efectos del aislamiento por el coronavirus en rincones de Granada que, habitualmente, están abarrotados

Domingo, 29 de marzo 2020, 01:12

La Carrera del Darro es la calle más bonita del mundo, con o sin virus. Pero ahora, aislada de su vitalidad, de su bullicio, ... del embrujo que contagia Granada, su belleza es extrañamente sobrecogedora. «Acojona, ¿eh?», dice un vecino desde su balcón, junto a la Iglesia de Santa Ana, mientras sorbe su café caliente, con el perro enrollado en las piernas. Con el aislamiento no hay mucha diferencia entre un lunes, un miércoles o un domingo. Así que digamos que era un día de coronavirus, por la mañana. Las palomas se han construido un reino en las terrazas de Plaza Nueva que sólo comparten con los taxistas que hacen cola. Desde el quiosco se escucha el runrún del río, un milagro impensable en los días de verdad.

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Es como si le hubieran subido el volumen al Darro. Se escucha todo: el agua corriendo, el viento silbando, los pájaros que trinan sin repetir ni una nota... Al llegar al Puente de Espinosa hay, incluso, un ruido desconocido. Un leve mascullar, un suave limar, un pequeño chapoteo allí abajo. Son cinco ratas. Cinco ratas royendo una pierna de algo, tranquilamente, disfrutando del festín ahora que no hay nadie arriba. Ni siquiera los graznidos de los patos, que parecen gritos de socorro, alteran su almuerzo.

Carrera del Darro, ratas en el río, a la altura del Puente de Espnosa y vistas del Paseo de los Tristes desde la Cuesta del Chapiz.

El Paseo de los Tristes hace honor a su nombre en lo de triste, en lo de paseo, apenas. Los árboles de Judas, frustrados, visten un morado cofrade espectacular, como si quisieran llamar la atención de las cámaras de fotos que no vienen. Una chica sale a pasear el perro: «Merece la pena venir a ver esto desde cualquier parte del mundo. Qué lástima que la mayoría de días nos perdamos esta música», dice mientras rodea con el brazo las faldas de La Alhambra.

Guitarras

En la internada por la Cuesta del Chapiz, hacia las vistas más retratadas de Granada, es difícil no imaginar una turba de turistas ascendiendo con tanto espacio vacío. Allí, en el mirador de San Nicolás, no hay guitarras. Contemplar el castillo rojo con la misma quietud que el senderista que llega a una claro en el bosque es, tal vez, un privilegio. En la fortaleza no hay cabezas oteando desde las torres. No se mueve nada. Sólo el viento. «Hoy tengo más trabajo porque se ha levantado el aire, pero esto es bastante aburrido», dice Juan, el barrendero. «Ver esto tan vacío es increíble –sigue–. Hay días que llego a las siete de la mañana y ya hay gente haciendo fotos. Ahora no ves ni un cristo. Ahora que te digo una cosa: ni Juan ni Juanillo. Que esto, cuando hay un puente, se pone exagerado de gente. En fin... Volverán. El día que se levante el veto se podrá ver la de gente que vendrá aquí. Ojalá sea pronto».

San Nicolás, Lucero entrando en casa, y la tienda de Álvaro.

En el número 7 de Camino Nuevo de San Nicolás está Álvaro. En la pizarra de su tienda se lee «Hay de todo (casi)». Está aburrido de limpiar, de desinfectar y de asomarse por la puerta, a ver si pasa alguien. Pero no, no pasa nadie. Lucero vive en la calle Almirante, con su marido y sus hijos, Sofía y Pablo. «Por una parte se agradece el silencio, esta es una calle ruidosa y podemos dormir mejor». Viene cargada con la compra, desde Plaza Larga, corazón del Albaicín que estos días hace las veces de pequeña ciudad: «Hay de todo allí. Volvemos al origen, a consumir en el barrio. Y eso también me gusta», se despide Lucero. Efectivamente, en Plaza Larga hay bullicio. En la calle Agua del Albaicín hay colas para la panadería, para el supermercado, para la frutería, para la tienda de productos ecológicos. «¡El siguiente!», gritan desde el quiosco de prensa.

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Calle Agua del Albaicín, junto a Plaza Larga.

«Vivos»

Un tipo cruza la placeta de Carvajales con aires de forajido del viejo oeste. Bebe agua de la fuente, escupe en el suelo y, sin mirar las imponentes vistas de La Alhambra, se marcha por las escaleras, donde hay una pintada que dice «Aún estamos vivos, 1984». Subir a La Alhambra, de hecho, también es un ejercicio de extrañeza. La Cuesta de Gomérez, con sus puertas cerradas, parece otra calle.

En el ascenso hay un goteo mínimo de paseantes de perros y portadores de bolsas. Una joven, precisamente china, pasa con su pequeño Jack Russell junto a la estatua de Washington Irving, que toma notas para uno de sus cuentos sin poder imaginar este, el del coronavirus, el cuento del castillo cerrado por pandemia. Las entradas al monumento están protegidas por agentes de seguridad, que impiden que nadie se acerque. Estar allí es como hacer submarinismo al aire libre.

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Carvajales, pintada en las escaleras y subida a La Alhambra.

El banco de los enamorados, junto al Carmen de los Mártires, guarda más poesía que la que deja ver en el muro: «Estando aquí sentado te imaginé a mi lado y te regalé todas las aves del mundo». Las vistas de una Granada encerrada, tras los barrotes, se hacen especialmente elocuentes. ¿Dónde estarán ahora Jota y Emi, los que firman uno de los candados que decoran los barrotes del mirador? A lo lejos se escucha un par de golpes secos y rítmicos, como de una cuchara chocando contra un vaso metálico. Al poco, desde otro lugar, alguien responde con otro pulso. Tal vez sean dos niños matando el tiempo desde sus ventanas. Pasan repitiendo el ejercicio lo que se tarda en llegar a la bajada del Alhambra Palace, donde tres obreros trabajan sobre el horizonte granadino, como aquellos neoyorkinos que levantaban el Empire State Building en la mítica fotografía. «¡Buenos días!», saludan.

En la Puerta del Sol, coronando el Realejo, la vida está en los balcones, donde hay vecinos de todas las edades consultando sus pantallas o hablando por teléfono. Tienen el cuello agachado y la mirada fija. A las vistas están acostumbrados, claro. Son espectaculares.

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Y al otro lado del monte, en San Miguel Alto, una marejada de nubes grises y blancas cubre Granada. Si alguien gritara ahora mismo desde la Torre de la Vela se escucharía sin problemas. Hay viento, hay agua, hay pájaros. Y, de repente, dos jóvenes que quieren aprender a hablar español se sientan, dejando un metro entre ambos, y estropean el silencio con un leve mascullar, un suave limar, un pequeño chapoteo mientras roen unas pipas, tranquilamente, disfrutando del festín ahora que no hay nadie arriba.

Dos jóvenes en San Miguel Alto. PEPE MARÍN

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