Paquillo marcha en plena competición bajo los ánimos atenienses. EPA

Verano de tardes de sofá

La plata de Paquillo y un tazón de cereales

La valentía del marchador accitano en homenaje a su recientemente fallecido entrenador Manuel Alcalde en los Juegos de Atenas 2004 premió el madrugón de un chiquillo de diez años

Martes, 12 de agosto 2025, 23:47

Cuando Paquillo Fernández ganó la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, yo era todavía un chiquillo de diez años recién cumplidos ... que pasaba en Salobreña los veranos y también los inviernos. Aquello no fue una tarde de sofá sino un madrugón, a las ocho de la mañana, por aquello de que las agónicas pruebas de marcha se celebren a primera hora como de vuelta de alguna verbena popular. ¿Quién me iba a decir que dos décadas después viviría con tanta pasión los éxitos de María Pérez?

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Aquel viernes del verano de 2004, temprano como digo, mi padre estaba de vacaciones y me puso frente a la televisión junto a un buen tazón de cereales para tratar de explicarme de qué iba aquello. Yo acababa de descubrir el fútbol forzosamente para adaptarme a lo que jugaban casi todos los demás niños en el colegio –hasta entonces vivía en el mundo 'Pokémon'– pero él quería que poco a poco fuera interesándome por otros deportes también; además, mis primos de Motril hacían atletismo ya. No podía limitarme a entender uno solo, decía, haciendo más por mi futura formación periodística que algunos profesores universitarios luego aun sin pretenderlo.

Mi padre me contó que eso del marchar era como andar pero rápido, sin despegar los dos pies del suelo a la vez, y combando la cadera con los brazos con ritmo en carreras en las que no se podía correr. Toda una historia que no terminé de entender del todo, pudiendo levantar las rodillas y cabalgar. Lo importante, no obstante, era que Paquillo era de Granada y que había batido el récord del mundo en su prueba no hacía mucho, algo que lo convertía en candidato a la primera medalla olímpica en la historia de nuestro deporte más allá de aquella extraoficial que le dieron a Manolo Orantes durante la exhibición tenística de los Juegos de México en 1968. Y ya no era solamente que Paquillo fuera granadino sino de Guadix, donde mi madre rompió aguas y viví mis primeros años. Hasta mi padre le había visto darle vueltas al campo en el que él jugaba al maldito fútbol.

Yo pensaba que la cosa se resolvería pronto al menos para volver a acostarme, de ahí mi sorpresa cuando me dijeron que Paquillo tenía por delante nada más y nada menos que 20 kilómetros. Como ir y volver a Motril desde Salobreña, prácticamente, si no un poco más incluso. Lo bueno fue que el marchador accitano salió a por todas y nos tuvo enganchados desde el principio, dándose codazos con el italiano Ivano Brugnetti, el australiano Nathan Deakes y el ecuatoriano Jefferson Pérez. Todos parecían derretirse poco a poco pero ahí seguían, aguantando por razones que solamente el Olimpo justifica y cargándose de amonestaciones que ya ni me esforcé por comprender. Deakes quedó atrás, lo que aseguraba la plata como poco, y Paquillo se fue a por Brugnetti, prácticamente desfondados los dos ya. Cruzó la meta a solamente cinco segundos del oro, pero la gloria no se la quitaba ya nadie.

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Como el chiquillo de diez años que era, no entendí por qué Paquillo se echó a llorar. No sabía quién era Manuel Alcalde, claro, ni que había muerto cuatro meses antes. Seguí sin entenderlo del todo bastante más tiempo, hasta que mi faceta de colaborador de IDEAL me llevó a sumergirme en el atletismo y pude sentarme a charlar largo y tendido con Jacinto Garzón. Ya cubría las gestas de Alberto Amezcua y de repente apareció María Pérez. La marcha dejó de ser un deporte tan incomprensible y me iluminó como una disciplina ancestral. La que también me acercó a mí un poco al Olimpo, 20 años después de aquel tazón de cereales con Paquillo, y que con María me descubrió la cara más bonita del deporte.

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