Relatos de verano

El vestido negro

Diana Beatriz González Jakobsen

Domingo, 31 de julio 2022, 23:45

Un viejo proverbio chino dice: «Hay tres cosas que no se pueden ocultar: la tos, la pobreza, el amor». Maldiciendo este dicho, allá en las ... postrimerías del diecinueve, vivía Seraphine Benoist, quien, mientras almacenaba unas conservas, se decía a sí misma en un suspiro:

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–Y aquí estoy yo, enferma, pobre y enamorada.

Su infortunio personal, su prodigiosa memoria y su desesperación le llevaron a creer en las palabras de aquel chamán que la hizo caer en manos de unos farsantes que aseguraban poder acabar con sus dolores.

Seraphine era obcecada con sus pinturas, rudimentaria en la preparación de sus tintes y pertinaz en amar a quien nunca le correspondería.

Queriendo encontrar una solución a tales males, aceptó las sesiones de hipnosis con aquel desconocido «médico». Ya en la primera experiencia, el mentalista se maravilló de la capacidad de inventiva de aquella mujer ni joven ni vieja, ni linda ni fea, para nada instruida, pero que, aún contra su voluntad, encontraba absolutamente interesante.

Seraphine en pocas sesiones llegó a los recuerdos de sus tres años de edad, lo que provocó una visión lucrativa de parte de quienes asistían a aquellas prácticas nocturnas. Comenzaron así a publicarse los horarios y coste por butaca, en los periódicos locales.

En una de las funciones a las que asistió Helena Petrovna Blavatsky, Seraphine protagonizó en plena hipnosis un breve episodio de xenoglosia, dejando a los asistentes petrificados y boquiabiertos. Este incidente provocó tomar distintas medidas por parte de los organizadores, limitando la entrada a personas especializadas o estudiosas de tales fenómenos. La audiencia, igual seguía teniendo un rango dispar, iba desde estudiosos a curiosos charlatanes. Aunque en menor cantidad.

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Por su parte, Seraphine había ganado protagonismo, una seguridad y divismo que manejaba con la misma idiotez con la que atendía a toda su vida. Comenzó a gastar en exceso, a comprar cosas innecesarias y demostrarse delante de todos de una manera que daba de comer a los periodistas más satíricos y obligaba a enfrentarlos a los dos o tres pocos que la apreciaban de verdad, entre ellos su mecenas, que ya no sabía cómo explicar sus constantes salidas de tono.

Pero las sesiones seguían, porque bajo los efectos de la hipnosis Seraphine nunca defraudaba. Ella había recordado hasta su vida intrauterina, desde la que oía las voces de las personas de su casa, su padre, su madre, sus hermanos varones y en especial de su hermana Cloe.

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Los investigadores encargados de encontrar pruebas y testigos, comprobaron no solo la existencia de su hermana Cloe durante los meses de su gestación; tanto como la inexistencia de aquella a la hora de su nacimiento, debido a haber muerto de cólera un par de meses antes; como el desconocimiento de Seraphine de la existencia de aquella hermana, dado que no bien nació, y por el débil estado de su madre, fue llevada a otra ciudad del norte de Francia, para ser criada por una avara, cruel y tiránica tía paterna.

En los momentos que volvía de la hipnosis era recibida por rostros sonrientes de aprobación, arrullada por preguntas respecto a su estado y condición, y glorificada por promesas para próximos encuentros.

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Equivocadamente, creía que todos la adoraban, y esta creencia la llevaba a cometer más locuras y manifestarse de manera caprichosa y arbitraria, que no tenían otro resultado que alejar a quienes realmente se preocupaban por ella.

En el año 1891, Seraphine terminó sola, en una fría calle de Saint–Nazaire. Luego de ser observada como una cobaya con una malformación y de haber protagonizado dos de los episodios más escalofriantes en el terreno de las experiencias con hipnosis.

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El primero puso sobre aviso a los más eminentes investigadores y adinerados curiosos, quienes, haciendo gala de su gran candidez, donaron importantes sumas a la investigación de este tipo de misterio apasionante. En el segundo, luego de una convulsión tras contestar a la última pregunta del director de la gala, se cerró el telón sobre Seraphine, que fue llevada a un camerino del que pudo salir cuando el teatro estuvo vacío.

En ambas ocasiones estaba reunido el auditorio en una especie de grada, como si se tratara de una clase de anatomía; en el proscenium, al centro de la sala, recostada sobre una camilla, enfundada en un discreto vestido de raso azul, Seraphine. En los programas, entregados cada uno a un costo de cinco céntimos de franco francés, se explicaban las secciones anteriores y enumeraban las experiencias alcanzadas.

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En el primer acto del principio del fin, al que ya no asistieron ni su mecenas ni su dama de compañía, luego de volver a situarla en su regresión al útero e incitarla a que fuera aún más atrás, la voz del monitor que dirigía la escena fue grave, pausada, expectante:

–Dime ahora quién eres.

Contestó Seraphine con una voz ajada, quejosa, totalmente distinta a la de anteriores actuaciones, en otro idioma que luego supieron era japonés antiguo.

–Soy Kiyohara no Motosuke, dama de compañía de la emperatriz y esposa predilecta: Fujiwara no Sadako.

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–¿Donde te encuentras? –siguiendo el guion, pronunció nervioso el mentalista.

–En la isla de Shikoku –contestó en un hilo de voz Seraphine, para luego desmayarse.

Todos sabían que llevarla a una nueva sesión era quizá dejarla para siempre sin cordura, pero nadie lo dudó y ella, ya por soledad, ignorancia o gloria, accedió. Había en la sala una expectación morbosa, el escenario era el mismo, lo único que había cambiado era el color del vestido de Seraphine, que era negro.

Hay un viejo proverbio chino que dice: «Hay tres cosas que no se pueden disimular: la tos, la pobreza, el amor». Seraphine ya no tiene tos, tiene dinero y se cree querida.

–Dime ahora quién eres.

–Urkana, de Upsilon Andromedae AB. Puedo hablar en tu idioma, veo las tres lunas, aunque pronto se puede hacer cierta la profecía de que una de ellas impactará con nosotros.

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De entre bambalinas se escuchó la voz:

–Telón, telón.

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