La ventana sin cristal
Óscar Pino Morillas
Jueves, 8 de agosto 2024, 23:06
Andrés miraba al cielo desde la ventana sin cristal de su buhardilla. Nubes de algodón se perfilaban sobre un lienzo de bellos tonos naranjados. Los ... últimos rayos de sol daban color a aquella hermosa postal que invitaba a la añoranza y la melancolía.
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Abajo, en la avenida, sin embargo, el panorama era bien distinto. Como si dos cuadros diferentes se hubiesen mezclado dando lugar a una escena imposible, a la vez bucólica y dantesca. La calle estaba cubierta de escombros de los edificios colindantes, de fragmentos de cristal de los ventanales rotos y de esqueletos metálicos de los vehículos calcinados. Los cuerpos yacían sobre el asfalto, inertes. Algunos de ellos, atrapados bajo fragmentos de hormigón y hierro retorcido. Otros, calcinados por las brasas. El aire venía cargado de un olor intenso, a azufre y metal quemado.
Aquella primera oleada de meteoros anunciaba lo que estaba por venir. Con una paleta de cálidos tonos, el universo daba sus primeras pinceladas sobre el lienzo del ocaso del mundo. Pronto se completaría el cuadro, pintándolo todo de un rojo fuego que llegaría desde el espacio.
Lentamente, el sol se escondió en el horizonte. Andrés veía oscurecer desde el otro lado del marco de madera. Al anochecer, los sonidos de las explosiones cesaron de manera repentina. Por un instante, todo quedó sumido en silencio.
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El anciano observó las grietas de sus manos. Había vivido demasiado tiempo. Aquellas manos habían sido testigo de innumerables historias, de incontables sensaciones.
Sin embargo, sólo había una que quisieran recordar en aquel momento: «Elena».
Su nombre se deslizó entre los labios del hombre que añoraban los suyos. Sus dedos arrugados imaginaron recordar el tacto de su piel. Elena, su único amor. «¿Qué aspecto tendrá ahora? ¿La vida la habrá tratado bien?».
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Andrés rememoró aquellos días de hacía ya mucho tiempo, cuando ambos se prometían la luna. Cuando nada se interponía entre ellos. Cuando la distancia y los celos aún no importaban, y sí la pasión y el afecto. Ahora, el fin del mundo había llegado, y Andrés estaba solo.
Pensó en llamarla. En escuchar su voz una última vez. «¿Querrá hablar conmigo, después de todo este tiempo? ». Con dedos temblorosos, pulsó las teclas.
No consiguió hablar con ella. Su móvil no tenía cobertura. La civilización se estaba desmoronando. En la televisión, no se veía nada más que la carta de ajuste. En la radio, tampoco sonaba música alguna. Tan sólo la emisora de emergencias, animando a la gente a mantener la calma y permanecer en sus casas.
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Como si eso fuese a cambiar algo. El destino ya estaba escrito. Andrés lo sabía. El final estaba próximo. En breve, todo ardería.
Poco después, la electricidad también se marchó, y el apartamento de Andrés quedó a oscuras para siempre. El anciano volvió a mirar por la ventana sin cristal. Pronto, el gris del humo y la ceniza y el negro del cielo se desvanecerían, y el rojo incandescente se abriría paso entre ellos.
Desde su buhardilla, Andrés aguardaba el final, sereno. No tenía miedo. Estaba listo para irse. Al fin y al cabo, ya había visto demasiados atardeceres. El ocaso le había encontrado solo en su ventana demasiadas veces.
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Únicamente le quedaba en la vida un regusto amargo. Ojalá no la hubiese dejado marchar aquel día. Ojalá hubiese hecho algo más que mirarla desde aquella ventana, sin decir nada, mientras ella se alejaba caminando, enjugándose las lágrimas. Por aquel entonces, la ventana aún no estaba rota.
Se acercaba el momento. Destellos fugaces iluminaban el cielo de manera intermitente. Pequeños meteoros de vívidos colores, que caían silbando hasta impactar en algún lugar cercano. Antesala de otra amenaza mucho más grande y devastadora.
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No sabría decir cuánto tiempo habría transcurrido. Minutos, quizá horas. De repente, un resplandor le cegó por completo. Era como si la claridad del mediodía hubiese irrumpido en la buhardilla a través de la ventana sin cristal. Andrés se cubrió los ojos con las manos, hasta que, poco a poco, estos se fueron acostumbrando a aquella luz que lo inundaba todo.
Entonces, pudo ver la enorme bola de fuego que caía del cielo. Muy pronto, comenzó a sentir el calor de las llamas, a oír el silbido atronador de la imponente roca acercándose a toda velocidad, a oler el denso azufre que sofocaba sus pulmones.
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Andrés cerró los ojos, y sonrió. Se imaginó junto a Elena una última vez. Mientras dejaba de existir, dejó escapar su nombre de sus labios agrietados como un susurro: «Elena, mi amor».
Enseguida, el colosal meteorito impactó con la Tierra, y el fuego lo consumió todo.
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