Relato de verano

El último aliento

Miguel Ángel Martínez Pozo

Miércoles, 27 de agosto 2025, 23:33

La naturaleza lo supo antes que nadie. No lo dijo. Lo supo en el temblor de las raíces, en el crujido seco del suelo, en ... la sed de los almendros, los chopos y los olivos, y en la manera en que los pájaros evitaban posarse donde antes anidaban. Lo supo porque la tierra –esa tierra milenaria del sureste– había empezado a morirse.

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No fue una muerte abrupta. Fue una lenta retirada. Una agonía en silencio. En los valles del Geoparque de Granada, donde el tiempo se escribe en arcilla y fósiles, comenzó a borrarse la huella humana porque hubo una época en la que se apostó por grandes urbes y los nietos de los que se fueron olvidaron sus raíces. De dónde provenían. Y uno a uno se fueron cerrando los postigos. Se enmudecieron las plazas, se callaron las fuentes y las calles se convirtieron en desiertos. Ya no subía nadie al cerro para hablar con las estrellas ni con las diferentes diosas Madre que se habían asentado en él desde tiempos inmemoriales. Ya nadie bajaba al barranco para escuchar a los muertos que dormían entre cipreses y lápidas deterioradas.

La naturaleza, que aún resistía entre cárcavas, 'badlands' y encinas dispersas, no entendía cómo podía seguir tan viva entre tanto abandono. Sentía que respiraba en el romero, en el tomillo y en los juncos, en los ojos amarillos de los zorros o en la niebla que tocaba las ruinas al amanecer. Pero ya no encontraba quien la nombrara. Los pastores se habían ido, los niños ya no sabían leer el cielo y los ancianos murieron sin que nadie heredara sus palabras. Ya no quedaba quien preguntara al cielo si llovería.

Entonces la tierra comenzó a soñarse. Se soñó plena, fértil, poblada. Recordó cuando los primeros humanos cruzaron «la calle del Agua» para pisarla, cuando encendieron fuego en sus abrigos, cuando dibujaron animales en las cuevas, cuando moldearon el barro en las manos temblorosas del asombro. Recordó a los íberos, a los romanos y a los visigodos. Recordó la llegada del Islam y los siglos de sabiduría que levantaron aljibes, terrazas y palabras. Recordó la toma castellana, la sublevación de sus habitantes llamados entonces moriscos y el dolor de la resistencia, la mezcla, la herida y el mestizaje.

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Fue todo eso. Fue raíz y encrucijada. Fue piel de culturas, lugar de paso, de encuentro y de conflicto. Cada civilización dejó su aliento en su tierra como quien deja un verso escondido bajo la piedra.

Pero ahora…, ahora la tierra estaba sola. Y la soledad no solo era física: era olvido.

Los muros se deshacían como huesos sin cuerpo. Las calles eran cicatrices cubiertas de polvo. Las iglesias, los cortijos, las eras… eran cascarones que ya no cobijaban nada. Y cada grieta, cada puerta rota, cada herradura de sus entradas oxidada, cada acequia sin agua hablaba en voz baja de algo que se extinguía.

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Entonces la tierra –esa tierra herida, esa anciana sabia– comprendió que no moría por vieja, sino por invisible. Nadie la miraba. Nadie la escuchaba. Nadie preguntaba por ella.

Una noche, entre las cumbres de la Sierra de Baza con vistas a la Sagra y los desiertos de Guadix, habló. No con palabras, sino con un leve temblor, con una brisa antigua que recorrió los barrancos como un susurro de despedida:

«Fui origen. Fui matriz. Fui memoria. Hoy soy eco. Soy polvo que nadie lee. Soy historia sin narrador. Me habitaron gentes que no se conocieron, me celebraron pueblos que hoy yacen en los libros. Pero no queda voz que me recite. ¿Qué soy si nadie me recuerda?».

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Y la naturaleza –testigo callado, guardiana de lo sagrado– le respondió con una promesa de eternidad:

«Eres lo que fuiste. Y eso no muere. Aunque nadie camine tus senderos, aunque el tiempo te borre, quedas escrita en la piel del mundo. Te recordarán los huesos que aún duermen en tus entrañas. Te recordarán con pequeños párrafos en los libros de historia. Te recordará el viento cuando cruce las ramblas. Te recordarán los fósiles, los pigmentos, las grietas. Quien sepa mirar, sabrá».

La tierra, agradecida, lloró sin lágrimas. Se despidió de las encinas como quien abraza por última vez a un hijo que no volverá. Pidió perdón a los surcos por no poder seguir pariendo pan. Y a los cielos, por no tener ya ojos que los contemplaran.

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El último habitante se marchó al alba sosteniendo en su mano la foto de su mujer y de sus padres a quien tanto recordaba, y lo hizo sin cerrar la puerta porque su casa estaba abierta para quien pasara y su mesa con el hule puesto para quien necesitara. Como siempre. Como se lo enseñaron sus antecesores. Como si supiera que la aldea que fue ciudad en otros tiempos, aun necesitaba respirar. Y con el último aliento, dejó atrás su sombra, sus canciones y una silla vacía en la que todavía parecía estar sentado. Desde entonces, el pueblo permanece suspendido entre la vida y el sueño, como un corazón que aún late.

Y la naturaleza, leal, sigue allí. Cubriendo con musgo los vestigios, regando en secreto los almendros, los chopos y los olivos que nadie recoge, empujando al viento para que alguien, algún día, escuche un susurro y se detenga. Porque sabe que la verdadera muerte no es la ausencia, sino la indiferencia.

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Quizá un día alguien vuelva. Una niña, un pastor o un poeta. Quizá se sienten en la plaza vacía o acaricien una piedra tallada. Y entonces, solo entonces, la tierra recordará su nombre. No habrá resucitado, pero sí despertado en la memoria de otro. Y eso basta. Porque toda tierra abandonada es un corazón dormido. Y toda memoria enterrada puede, con una sola mirada, con un simple gesto de cercanía, de comprensión y de amor, volver a germinar.

Porque no hay muerte más cruel que la de una tierra que nadie sueña y que, de una u otra manera, se abandona y se olvida.

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