La vida es puntuar. Hay que puntuarlo todo, ya sea una película o una hamburguesa, una serie o un viaje en BlaBla Car. Los alumnos ... puntúan a los profesores. Algunos tutores suspenden. ¿Y los padres? La obsesión por calificar toda experiencia con números nos lleva a hundir restaurantes y a elevar a la categoría de arte soberanas aberraciones. Nos guiamos por las cifras en Internet para elegir qué ver o qué comer, alejados de una realidad palpable. El hiperconsumismo es lo que tiene. No es recomendable fiarse al máximo de las valoraciones de los usuarios, perfectamente manipulables, con vil metal y perfiles falsos -hay empresas que se dedican a ello-, por no hablar de la muerte del criterio generalizado, o más bien la expansión del dudoso gusto subjetivo que nos ha traído la democratización de la crítica de libros u hortalizas.
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Las buenas calificaciones ayudan a la promoción. Como empresario, artista o comensal, hay que manejar y cotejar la información. Medirlo todo con números no es nuevo. Las preferencias del gran público siempre se han testeado y comprado. El n.º 1 de Los 40 Principales, ¿nace o se hace? Las proyecciones de prueba en el cine son un clásico. Ahora existen las misteriosas estadísticas que manejan las plataformas, pero se ha dado un paso más allá con los test screenings antes del estreno de una obra para evaluar la reacción del espectador: el test de la segunda pantalla. ¿En qué consiste? Los conejillos de indias asisten al pase del filme, capítulo piloto o programa de televisión, sin desconectar de su celular. Miran el móvil, entreteniéndose en paralelo con lo que se tercie. El futuro del producto depende de la atención que presten. Si se pierden alguna subtrama, algo va mal y hay que «resetear», remontar o volver a rodar. Tremendo.
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