A la sombra del Aznaitín
Plácido Romero Sanjuán
Miércoles, 13 de agosto 2025, 14:02
Álex y Koldo llegaron al pueblo a media mañana, fingiendo que buscaban algo en la farmacia. Aparcaron en la plaza principal, junto a una fuente ... seca y un árbol inclinado, sin hacer caso a una señal oxidada de prohibido estacionar. El aire olía a piedra caliente y a silencio. No se veía un alma, pero sentían que los observaban desde detrás de las ventanas entornadas.
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Entraron en la botica –una estancia antigua, con estanterías de madera y frascos de vidrio mate– y pidieron una pomada para las picaduras de mosquito.
–Pasamos la noche en un hotel de Bedmar y despertamos llenos de picaduras –explicó Álex con una sonrisa ensayada.
La farmacéutica, una mujer delgada de expresión dura, les vendió el ungüento sin responder. Apenas levantó la mirada. No pareció escuchar la excusa.
Unos meses atrás, mientras planificaban las vacaciones, habían encontrado el pueblo en un blog de viajes alternativos: «Lugares perdidos e insólitos». El artículo mencionaba un castillo en ruinas y un misterio latente en sus calles desiertas. «Viajar allí puede ser tan peligroso como visitar Yemen», advertía. Les pareció el sitio ideal para una pequeña aventura, algo diferente, fuera del mapa y de los itinerarios comunes.
El pueblo, en efecto, parecía suspendido en otro tiempo. Las calles, empinadas y serpenteantes, estaban pavimentadas con piedras irregulares, pulidas por siglos de pasos. Las fachadas encaladas mostraban grietas finas, como venas o cicatrices del tiempo, y muchas conservaban aleros de teja antigua y balcones de hierro forjado, oxidados por la intemperie. Había algo hipnótico en esa quietud. No se oían pájaros. No pasaban coches. No había cobertura de Wi-Fi. Solo una calma profunda.
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Entraron al único bar abierto, un local sombrío con una barra de formica y sillas de hierro desvencijadas. Pidieron dos cafés con leche. El camarero asintió sin palabras y desapareció tras una cortina de cuentas. Mientras esperaban, varios lugareños –cuatro hombres mayores– los observaban desde sus mesas. Nadie hablaba. Nadie sonreía.
Tras el café, tomaron confianza. Salieron a caminar y se dirigieron a la iglesia. Un viejo cartel indicaba: «Obra atribuida a Andrés de Vandelvira». Les pareció un hallazgo inesperado. Esa tarde pensaban continuar hacia Baeza, atraídos por el legado renacentista que dejó allí el arquitecto.
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Entraron con cuidado. Recorrieron la nave central en silencio, como si se tratara de una ruina sagrada. Tomaron algunas fotos rápidas –aprovechando que no parecía haber nadie– y se detuvieron a admirar el magnífico artesonado, los capiteles toscanos, el presbiterio. Todo irradiaba belleza, pero al mismo tiempo, y sin explicación aparente, una sutil sensación de desasosiego flotaba en el aire.
Después decidieron subir al castillo. Quedaban apenas restos: tramos de muralla cubiertos de matorrales, una torre desdentada. Sabían que la fortaleza había sido reconstruida por los cristianos tras la conquista del siglo XIII. Según el bloguero que los había convencido de venir, el castillo había resistido varios asedios de los nazaríes, que nunca lograron tomarlo. Aquel detalle les dio cierto aire de épica a la caminata.
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El sendero que conducía a la cima estaba cubierto de maleza, con piedras sueltas que hacían resbalar. Subieron despacio, parando de vez en cuando a mirar atrás. Desde arriba, el paisaje era asombroso: la torre ruinosa recortada contra un cielo azul intenso, el pueblo extendido a sus pies como una maqueta olvidada, y al fondo, los perfiles del Aznaitín, de Sierra Mágina.
Pensaron que nadie los observaba. Que estaban solos. Y comenzaron a tomar fotos: tenían que alimentar sus cuentas de Instagram. Muchas fotos. A las piedras, al cielo, a sí mismos posando sobre los muros.
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Cuando bajaron, el coche no estaba donde lo habían dejado.
Buscaron por las calles cercanas, dando vueltas, cada vez más rápido, más tensos. Nada.
Fueron al ayuntamiento, un edificio de un blanco sucio donde colgaban varias banderas deshilachadas. Una mujer sin expresión los recibió. Les pidió que la siguieran.
Los condujo por un pasillo oscuro hasta una sala pequeña, donde un hombre alto, de rostro afilado, los esperaba.
–Habíamos dejado el… –empezó Álex.
El hombre lo interrumpió:
–Aquí no queremos turistas.
Pronunció «turistas» como si fuera un insulto.
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Se miraron, incrédulos, como si no hubieran entendido bien.
–Vale, perfecto. Nos vamos –dijo Koldo con voz tirante–. Sólo devuélvannos el coche.
Entraron varios hombres armados con escopetas.
–No se muevan —ordenó uno de ellos. Ni Álex ni Koldo advirtieron que era uno de los parroquianos que los habían estado observando en el bar unas horas antes.
Sin decir palabra, los registraron con precisión: les quitaron los móviles, las carteras, los relojes, todo lo que llevaban encima.
–Levántense.
Los guiaron hacia una puerta baja. Bajaron unas escaleras húmedas, con la cabeza agachada, hasta un sótano sin ventanas.
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Allí los encerraron. Un golpe seco de puerta. Oscuridad. Después, nada.
Frío. El aire denso, inmóvil, lleno de un olor espeso a tierra cerrada, a humedad antigua. Intentaron tantear las paredes, buscar una rendija, una salida, algo.
Nada. Sólo piedra. Sólo sombra.
Al principio pensaron que era una broma. Algún tipo de castigo exagerado, un susto para que no volvieran.
Pero los minutos pasaron. Luego, una hora. O más.
Nadie volvió. Nadie dijo nada.
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La incomodidad se volvió miedo. El miedo, silencio.
En ese subsuelo sin tiempo, el pueblo dejó de parecer pintoresco. O tal vez lo fuera, sí. De otra forma. Con otra lógica. Una belleza cerrada sobre sí misma. Inexplicable. Inaccesible.
Al principio no podían creer lo que ocurría («esto no puede estar pasando»), luego la frustración y el enfado crecieron en ellos («nos están secuestrando»). Intentaron buscar una salida en la razón, en la esperanza de pedir ayuda («quizá si gritamos, si suplicamos»), pero la tristeza fue poco a poco apoderándose de sus pensamientos.
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Y al final, como una niebla densa que no se disipa, se instaló la certeza: nunca saldrían de allí.
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