Sobrinos
Cristina Carrión García
Domingo, 24 de agosto 2025, 23:10
Mi primer día trabajando de chófer para una funeraria. Sí, lo sé. No os asustéis. Yo soy el que conduce los coches fúnebres, los que ... llevan el muerto detrás, con el que no quieres cruzarte por la carretera cuando vas de vacaciones. Ese. Ese soy yo.
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Y la tarea no era fácil pues había que trasladar el cuerpo desde Alicante a Jaén. Sí. No os asustéis, he dicho. ¿Acaso no sois de esos que se santiguan cuando ven un coche fúnebre en mitad de la carretera? ¿No sois de esos que nos miran con asco mezclado con espanto? «¡Qué horror!», podríais pensar. Pues sí, no lo niego. Y este primer encargo no era muy complicado, pues me sabía la carretera de pe a pa, ya que, de pequeño, solía veranear en Denia con mis padres.
Corrí todas las cortinas de las ventanillas para tapar el interior, cerré la puerta trasera, resoplé mirando cómo brillaba la pintura negra del maletero y me dispuse a hacer el trayecto. Solo, con aquella caja detrás de mi cogote, que parecía que tuviera ojos que me asediaban. Era un poco incómodo, no lo voy a negar, aunque soportable.
«Vamos, Juan», me animé, «es un viajecito de nada, ¿y qué va a pasar?». No sabía si se nos permitía poner música o no, pero decidí darle un homenaje al señor de setenta y cinco años que iba atrás en la caja de madera con una lista de reproducción de Dire Straits. Esas melodías me ayudaban a destensar mi rigidez y, tras dos horas de camino, decidí parar en un área de servicio, con la suerte de estar repleta de gente. El sol de agosto abrasaba y estar vestido como el muñeco de una tarta complicaba la tarea de mantener el buen humor cuando las familias me veían bajarme del coche para ir a comprar una botella de agua y un café. Se apartaban a un lado como si apestara, como si llevara la palabra 'muerte' tatuada en la cara. Fui el bicho raro. El hazmerreír de la cafetería. Con lo vergonzoso que soy, lo pasé mal. Realmente mal. Así que intenté que fuera lo más rápido posible. Me inmiscuí en aquella barra atiborrada de veraneantes con atuendos cortos y frescos, con chanclas y bolsas pesadas a sus pies, y tras terminar mi desayuno salí fuera a fumarme un cigarro antes de reanudar la marcha. Apoyé mi espalda en la puerta del copiloto y dejé que la longitud del coche tapara una preciosa voz que venía desde el vehículo contiguo.
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–Vaya cochazo –sonrió–. Apuesto a que no pasas desapercibido.
Giré mi cuerpo y me la encontré a ella dentro del coche aparcado a mi derecha: un Audi azul marino elegante con la tapicería beige. Sonreía, con los labios muy rojos sobresaliendo en una tez blanca y un cabello rizado corto voluminoso más negro que el luto.
–No, desde luego que no –respondí, sonrojándome. Ya lo he dicho: 'timidez' estaba escrito en mi cara. Quizá es por eso que encajaba bien en este trabajo, aunque me sintiera observado por los muertos.
–¿Va lleno? –demandó, con una sonrisa ingenua.
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–Lleno, lleno –repetí, nervioso–. Cargado, como solemos decir.
Tiramos la colilla a la vez y quise despedirme. Teníamos un horario estricto que no nos permitía mucho margen de retraso. Incluso mi jefe podía seguir mi itinerario a tiempo real con las tecnologías de localización.
–Espera –me llamó la atención–. ¿Cómo te llamas?
Miré a la derecha y a la izquierda, como si la pregunta no fuera conmigo. ¿Quién querría entablar conversación con el conductor de un coche fúnebre? La miré, y sí: la pregunta era para mí.
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–Juan. Me llamo Juan.
–Soy Iris, encantada. –Me tendió la mano a través de su ventanilla.
Rondaba mi edad, unos treinta y cinco o así, y también llevaba un traje oscuro. No le pregunté, pero a juzgar por su atuendo trabajaba en banca, abogacía o en algún sitio pijo, seguro.
–Siempre he querido saber cómo es un coche fúnebre por dentro. No te asustes. Simplemente es pura curiosidad. –Vio mi cara de asombro y reculó–. Si quieres. Si es un compromiso, no pasa nada. Tranquilo.
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–No, no –mascullé con incertidumbre–. Es que no estoy acostumbrado a… Hoy… hoy es mi primer día –tartamudeé.
Le avisé para que se acercara. Por un momento pensé que, al ir también trajeada, pertenecería a alguna mafia y que el hecho de que le enseñara el interior era una estrategia para que saquearan el cuerpo, después me mataran y me hicieran desaparecer. Total, nadie me iba a echar de menos, con mi madre fallecida cuando yo nací y mi padre en una residencia con alzhéimer… Fue una de las razones por las que cogí el trabajo: me gustaba la carretera, conducir, me pagaban un buen pico y lo mejor: no tenía que hablar con nadie, cosa que me costaba lo más grande.
Abrí la parte trasera y no se asombró nada al ver el féretro reluciente con una corona de rosas blancas y hojas verdes, y un lazo donde se leía: «Tus sobrinos no te olvidan». Raro, pues lo normal era ver escrito «Tu familia», «Tus hijos»… Lo más directo, pero ¿«Tus sobrinos»? En fin.
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–¡Perfecto! –dijo, de manera simple.
–¿El qué? –demandé, fijándome en su cara.
Se quitó las gafas de sol y se retiró dando un paso hacia atrás. ¿Acaso era una detective que me había puesto la empresa para ver si hacía bien mi trabajo? Estaba en período de pruebas, no era nada descabellado pensarlo así.
Al llegar a mi destino y transportar el féretro hasta la sala del tanatorio donde lo iban a velar, descubrí que los rasgos de aquella chica singular del área de servicio coincidían a más no poder con el retrato del difunto que se disponía en la habitación, no tanto como para llegar a ser su hija, pero sí su sobrina. Su esbelta silueta se veía llegar a lo lejos junto a los que parecían sus hermanos. Decidí en ese instante que rompería el lastre de mi timidez para esperarla y cambiar la historia de mi vida.
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