Los secretos del mar
Patricia Barea Azcón
Sábado, 27 de agosto 2022, 00:00
El aire salobre inundó sus fosas nasales de un olor tan familiar como las caricias de su madre. Dulce y cálido, neurotransmisor de la felicidad. ... Así olían las redes que los pescadores remendaban al atardecer junto a la playa, y cada rincón del casco antiguo cuando el viento de levante danzaba entre las callejuelas adoquinadas. A pesar de no haber viajado mucho, Lucas dudaba que existieran más ciudades con la magia que derrochaba la suya.
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Se movía en los confines de ese ecosistema como pez en el agua, nunca mejor dicho. Apenas levantaba un palmo del suelo cuando jugaba a sumergirse para encontrar las monedas que su padre arrojaba al mar. Ese gesto infantil parecía haber determinado su destino, convirtiéndolo en un consumado buceador. A sus doce años nada lo fascinaba tanto como el fondo marino y sus maravillas.
No solía compartir las aficiones de la mayoría de sus amigos. Disfrutaba más buceando junto a las rocas o mar adentro, contemplando a los peces y mimetizándose con ellos como un anfibio. Bajo el agua se sentía en su elemento, a salvo de los peligros del mundo. Cualquier día le saldrían branquias para respirar y escamas en lugar de piel –le decía Damián, el dueño del chiringuito–. Cuando lo veía pasar por allí lo invitaba a una limonada si no estaba demasiado ocupado. No era más que una excusa para charlar un rato con él –se había dado cuenta Lucas hacía tiempo.
A veces obtenía recompensas inesperadas, como los restos de un ánfora fenicia que había encontrado dos veranos atrás. La había extraído con un respeto reverencial, consciente de que tenía algo valioso entre las manos. Después de consultarlo varias noches con la almohada, la había llevado al Centro de Arqueología Subacuática. Aunque se consideraba con cierto derecho sobre ella, sabía que pertenecía al patrimonio nacional y allí estaría bien conservada. Secretamente, soñaba con trabajar en ese lugar, que en otros tiempos había sido un balneario, cuando fuera mayor.
Su fértil imaginación se disparaba con las historias de tesoros hundidos. En realidad, le fascinaba todo lo relacionado con el mar. En ese litoral se concentraba el mayor número de pecios del continente europeo. Lo había leído en uno de los libros de la biblioteca del abuelo Pablo.
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Esa tarde había decidido explorar una pequeña cavidad rocosa que había encontrado la semana anterior. Solían albergar gran cantidad de peces de diferentes especies, pulpos, cangrejos…, constituyendo un filón de vida espectacular. Hacía un poniente suave que no revolvía demasiado la arena. Los rayos de sol dibujaban reflejos dorados en la superficie, mecida por un suave oleaje. Lucas se sumergió bajo el agua con sus gafas de bucear nuevas, un regalo por sacar buenas notas. Un cosquilleo de emoción recorría su cuerpo de la cabeza a los pies.
Apenas entró en la gruta avistó un pargo de considerable tamaño, varias urtas, incluso una espléndida dorada. También un banco de rosados salmonetes y un par de morenas con manchas amarillentas que parecían serpientes. Aquello era una maravilla a la que pocos podían acceder. En el fondo descansaba una preciosa estrella de mar de un color naranja intenso. Descendió para cogerla, con la noble intención de devolverla después.
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Al apoyar su pie izquierdo en una de las rocas del fondo resbaló, quedando atrapado. Con una lucidez impropia de su edad, Lucas supo de inmediato que tenía que mantener la calma y actuar con sensatez, pero también que, si no conseguía escapar en unos minutos, estaba perdido. Removió el pie tratando de sacarlo desesperadamente. Empujó con todas sus fuerzas la roca que lo aplastaba, pero era demasiado grande. Cada vez quedaba menos oxígeno en sus pulmones. Los nervios se apoderaron de él, el tiempo jugaba en su contra y no veía escapatoria. Pensó que el mar se estaba cobrando todo lo que le había dado. Y que, a pesar de todo, pagar ese peaje merecía la pena.
Cuando ya no aguantaba más, algo rozó su mano sobresaltándolo. Giró el cuello sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos, sintiéndose invadido por una paz instantánea. Parecía una niña sonriente cuyo cabello rubio flotaba como una medusa. Pero cuando la observó bien apreció que en lugar de piernas tenía una plateada cola de pez. El corazón se le desbocó, nublándole el entendimiento. Había leído algo sobre las sirenas, pero siempre las había considerado criaturas mitológicas. Su mentalidad no pecaba de excesiva racionalidad, sin embargo rechazaba ciertas creencias. Las leyendas no eran más que eso. Cuentos ficticios para colorear el mundo de fantasía, carentes de rigor científico e histórico. Los unicornios, los 'trolls', los centauros o los dragones no poseían entidad real. Sin embargo, bastaron unos segundos para desmontar todas sus convicciones como si de un castillo de arena se tratara.
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Todo sucedió tan rápido que Lucas no fue capaz de procesarlo. Con un ímpetu desmesurado, empujó la piedra que atrapaba su pie, liberándolo prodigiosamente. Lo agarró de la mano y tiró de él hacia la superficie dejando un rastro de burbujas tras de sí. No era un sueño, aquello estaba sucediendo de verdad. Sacó la cabeza, boqueando como un pez fuera del agua, tomando el aire que nunca antes había necesitado tanto.
Alcanzó a ver cómo la sirenita se alejaba, llevándose el dedo índice a sus labios en señal de silencio, para seguidamente despedirse con la mano. Lucas apenas puedo balbucear un «Gracias», pero tuvo la certeza de que ese sería uno de los secretos del océano que jamás desvelaría.
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