El secreto de Lisandro
José Luis Abraham López
Lunes, 26 de agosto 2024, 00:33
Cansado de mantener esa postura forzada de intrépido atleta, convertido en una escultura, Lisandro tomó la firme determinación de abandonar el pedestal. Ahora bien, debía ... mejorar su agilidad y discreción: no era la primera tentativa de pasar de obra de arte a fisonomía terrenal. Decidió aguardar al cierre del Museo, una vez Policarpo –así se llamaba el guardia que hacía ronda esa noche– pasara a la sala del siglo XVIII. Era su última esperanza pues, justo esa semana, técnicos de una empresa informática se daban prisa por actualizar el sistema operativo de las cámaras de seguridad. Toda la responsabilidad recaía en un par de tipos que, desde luego, lo último que podían imaginar era la ausencia de una escultura alentada con el don de la mortalidad.
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Ningún forastero dejaba de admirar el talento con el que su creador le había dado forma. Jugaba a su favor su propia naturaleza, pues ya disponía de la fuerza, juventud y posición de salida propias del velocista: imprimiendo un ritmo imparable a sus piernas correría como alma que lleva el diablo.
¿Acaso echaría de menos ser el centro de atención? ¿Soportaría la ignorancia a la que le sometería la sociedad? ¿Cómo se desenvolvería en un mundo tecnócrata, plural e individualista?
Durante el largo periodo inmóvil en la pinacoteca, Lisandro había visto de todo; podría redactar un tratado sociológico de los museos: novatos que jamás habían contemplado en vivo y en directo la genialidad sensible de un hombre, expertos en escultura clásica estrujándose el cerebro por entender la perfección en el equilibrio y la proporcionalidad, o aprendices ingenuos de las Bellas Artes. Asimismo, y a su pesar, Lisandro había conocido muy de cerca al fisgón que de tanto arrimar el hombro al podio pareciera dudar de su marmórea tridimensionalidad y sintiera la tentación de palpar su sólida piel, por si acaso entornara la mirada.
Tampoco faltaban grupos de escolares de muchas nacionalidades en visitas guiadas. Mas parecía obra de brujería que de los encantos del Arte verlos sentados, olvidándose por momentos de su indocilidad en santo silencio. Desde luego, no hay nada como adorar a los dioses si uno está en Babia.
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Pero también fue Lisandro testigo de declaraciones de desamor y de estrategias de torpe seducción, de improvisadas carreras y 'sprinters' imitando una prueba olímpica, de adolescentes a voz en grito jurando en falso asentar la cabeza, de seniles servidores del amor propio o de recalcitrantes apóstoles del saber universal. Con tal de no dar su brazo a torcer, sus argumentos derivaban en novelescas virtudes iconográficas discrepando en la culminación artística de una idea, supuestamente atribuida a quien tuvo la virtud y bondad de concebirle.
El comentario más común destacaba la representación del ideal de belleza cuando, en verdad, el cuerpo de Lisandro era el más puro encumbramiento de la carnalidad lastimada por siglos de permanencia.
¿Cómo algo tan imperturbable podía causar tanta fascinación? Pero nadie había reparado en su mayor atributo: el sacrificio del mártir en que se había convertido. En cambio, la simbología iconográfica daba para espolear todo tipo de imaginación, especulaciones y disparates: si viva exaltación del esfuerzo, si evocación melancólica del tiempo pretérito, si la teatralidad psicológica de un estado interior, si efigie inconmensurable del perseverante luchador…
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Lisandro había tenido tiempo suficiente para diseñar una estrategia, por fin, infalible. Dispondría de cinco minutos para estimular los músculos de su volumen anatómicamente perfecto y poner tierra de por medio sin dejar rastro alguno de su presencia. ¿Le daría cargo de conciencia romper el estricto canon de las siete cabezas que tanto obsesionara a su artífice? De principio a fin, la obstinación por la perfección le puso en peligro de no pasar de ser para la eternidad amorfo bloque de piedra.
En todo esto pensaba yo durante las cinco horas que llevaba con mi número estelar de mimo en aquella esquina de la misma ciudad. La mayor parte de los transeúntes me consideran un cómico devaluado por esa impresión de ensimismamiento impuesto para mantener la figura. Ya no sé si prefiero ser escultura en mármol que puede adoptar la sensibilidad humana o un artista callejero que, durante un tiempo, tiene la necesidad de reencarnar bajo un disfraz la impasibilidad de una obra de arte.
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