El salón inglés
Juan María Ramos Ontiveros
Miércoles, 13 de agosto 2025, 14:04
El salón principal de la mansión del señor William Akroyd denotaba el buen gusto de la aristocracia inglesa: alfombras persas, la chimenea de mármol humeante ... y un gramófono que dejaba escapar las suaves notas de un nocturno de Chopin. Además, la luz de la lámpara de araña, reflejada en las copas de cristal de Bohemia, creaba destellos fugaces en las paredes revestidas de papel pintado. Imposible olvidar los jarrones, con ramos de flores frescas compuestos con elegante refinamiento, que se repartían por mesitas auxiliares. Estos fueron algunos de los numerosos detalles exquisitos que me llamaron la atención de aquella lujosa estancia.
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El guía nos mostraba las valiosas obras de arte que atesoraba la mansión. Y, de manera deliberada, dejó para el final el salón principal. Este se conservaba tal como quedó cuando tuvo lugar el terrible suceso que conmovió al condado de Kent, en los años treinta del siglo pasado.
En aquella ocasión –nos explicaba el guía–, los invitados conversaban animadamente, copas de licor en mano, hasta que un grito rasgó el aire. Todos giraron la cabeza hacia la esquina, donde el cuerpo de lord William yacía desplomado sobre la alfombra. Sus ojos miraban desencajados al techo y su pálido rostro parecía solidificado con expresión de sorpresa. Sobre su pecho, un pequeño orificio oscuro, rodeado de sangre, evidenciaba el certero disparo, realizado a corta distancia, seguramente con un revolver provisto de silenciador. La bala le atravesó el corazón. Murió en el acto, sin emitir un solo gemido.
Lady Margaret, la animadora de la velada, dejó caer su copa llena de champagne. A Lord Sterling le temblaba su famoso bigote engominado, mientras murmuraba una maldición apretando con la ceja su inseparable monóculo encajado en el ojo izquierdo, muy agrandado por la lente.
La señorita Marple, invitada por casualidad a la reunión, avanzó con paso firme hacia el cadáver y se arrodilló a su lado.
–Que nadie salga de esta habitación –ordenó con voz grave, escrutando los rostros asustados de los presentes—. El asesino sigue entre nosotros.
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El silencio, roto tan solo por el chisporroteo de la chimenea, cayó como una lluvia de granizo sobre los invitados. Lady Beatrice, envuelta en su estola de armiño, se llevó una mano enjoyada al cuello, mientras el joven Arthur Akroyd miraba a su alrededor con ojos desorbitados.
–¿Quién pudo hacer esto? –preguntó en un hilo de voz Lady Margaret.
La señorita Marple se incorporó, observando la disposición de los muebles y la ubicación del cuerpo. Algo le llamó la atención: en la mano derecha del difunto, que este mantenía cerrada con una fuerza descomunal, apareció un pequeño botón negro.
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–Damas y caballeros –dijo Miss Marple, sosteniendo la evidencia entre sus dedos—, creo que la verdad no tardará en salir a la luz.
Las miradas de todos se cruzaron con recelo, cada uno preguntándose quién de ellos habría cometido el atroz crimen. El salón, hasta entonces un refugio de paz de la alta sociedad, se había convertido en una trampa mortal donde el culpable pronto sería desenmascarado.
Con gesto decidido, Miss Marple, avanzó hacia Lord Sterling.
–Me temo que el asesino es usted, mi lord –declaró–. Es este el botón que le falta a su chaleco, ¿verdad?
Lord Sterling palideció, el monóculo se le soltó del ojo y sus dedos lo apretaron con tanta fuerza que el cristal se rompió.
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–¡Eso es absurdo! –exclamó, pero su voz temblorosa y poco convincente lo delataba.
–Lord William sabía algo sobre usted, ¿no es cierto? Quizás un secreto que no podía permitirse que saliera a la luz –continuó Miss Marple–. Tal vez relacionado con aquellos negocios turbios en Bombay de los que se rumorea con insistencia entre sus conocidos del club de golf.
El silencio se hizo más profundo. Lady Margaret, horrorizada, se tapó la boca con un pañuelo bordado primorosamente con sus iniciales. Finalmente, Lord Sterling suspiró, dejando caer al suelo los trozos de la lente del monóculo manchados de sangre.
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–Era mi única opción –susurró entre sollozos y voz entrecortada, al tiempo que sacaba el arma homicida del bolsillo…
El murmullo fue subiendo de nivel hasta que la señorita Marple gritó «¡Silencio!». Y, dirigiéndose a la servidumbre, mandó al fiel mayordomo: «¡Jeremy, llame inmediatamente a la policía!», para añadir enseguida, recorriendo con la mirada el rostro serio de los caballeros y señoras que permanecían estáticos, como petrificados por la sorpresa:
–Esta vez el criminal no se ha salido con la suya. Hemos resuelto el caso con rapidez, sin dar ninguna oportunidad al asesino. Como siempre, son los pequeños detalles los decisivos.
–Por favor: no se detengan; no toquen nada y vayan saliendo ordenadamente, rogó el guía.
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Y así lo hicimos, sobrecogidos por el relato que acabábamos de oír.
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