El puchero de la desesperanza
ANA MARÍA ROSALES MUÑOZ
Lunes, 12 de agosto 2024, 23:12
Con el «¡toc toc!» de la puerta, abrió a la representación de la crueldad humana. El aire frío le coloreó de rojo la nariz y ... amenazó con sacudirle la falda. Aun así, solemne y testaruda, alzó la barbilla para fingir que el hombre que llamaba no le helaba los huesos más que el propio viento.
Publicidad
–Ya os lo he dicho, no está.
Él, que osó subir el escalón sin invitación, esbozó una sonrisa capaz de apagar la última brasa del infierno.
–Lo sé, Antoñita. ¿No me invitas a pasar?
Antonia, en respuesta, apretó los dedos en torno al marco. Lo atravesó con la mirada, sin perder detalle del uniforme. El fin de la lucha llegó en la primavera pero ahí seguía, luciendo con orgullo ser un ángel de la muerte y el rey de las cucarachas.
–Si sabes que no está, ¿qué tanto interés en mi casa?
Quiso sonar osada. En su lugar, un temblor le deshizo el nudo de la garganta.
–Quería dar la noticia con respeto, pero ya que insistes en lo contrario… –se prendió el cigarrillo y le echó el humo a Antoñita en la cara–. Lo encontraron anoche, en el cementerio. El muy avispado intentó saltar la valla.
Retuvo el aire que aspiró por la nariz. Algo a la altura del pecho le dijo que se preparase para lo peor. Para que le dijera que su hermano estaba muerto. Asesinado, agujereado y junto a decenas de cuerpos como si fuera un perro.
Publicidad
Casi pudo oír los gritos de Mercedes y su forma desgarrada de llorar. Las veces que repetiría el nombre de Alvarito entre lamentos. Antoñita era la única que quedaba para consolar a la menor de los Velasco. Ella, que no hallaba cómo consolarse a sí misma.
–Lo trasladaron al calabozo –continuó relatando el rey de las cucarachas, con una despreocupación planificada–. Lo habrían matado ahí mismo de no ser por mí y por ti.
–¿Por ti y por mí? –espetó ella, sin poder contener la ponzoña que la envenenaba–. Isidoro, no me hagas reír, anda.
Publicidad
–Tú verás, Antoñita, tú verás –una chispa de humillación prendió los ojos de Isidoro–. A partir de mañana, puedes pasar a verlo.
Se ajustó el sombrero e hizo una inclinación de cabeza. Caballeroso hasta la médula, el gesto final de despedida consistió en lanzarle la colilla a las medias.
Antoñita, que creyó que aquel «tú verás» era lo más estremecedor que oiría, estaba a contrarreloj para estrellarse contra una realidad más inhumana que las costillas marcadas, las bombas y los dobles fondos de armario.
Publicidad
–Merche, tú escúchame bien porque lo que te voy a decir es importante.
Al día siguiente, tal y como Isidoro dijo, se dispuso a ir a la prisión. Antes de poner rumbo, cogió a su hermana de las manos.
–Voy a ver al Alvarito.
–Yo también quiero ver al Alvarito.
–No, Merche, tú te tienes que quedar. He dejado puchero de col en la olla. Está cocinado, así que sírvete un plato. Yo voy a llevarle este al Alvarito –alzó la fiambrera a la altura de sus ojos–. Quédate callada y apaga las luces. Si llaman a la puerta, sea quien sea, tú no abras.
Publicidad
–Te prometo que no abro, Antoñita.
Sonrió y besó en la cabeza a su hermana menor, tomando rumbo a la prisión, mientras custodiaba el puchero como si fuese el último tesoro en pie tras la guerra.
Alcanzadas las instalaciones, la registraron en lugares del cuerpo que nunca supo que formaban parte de ella. Por un instante, temió que le arrebataran esa ofrenda de amor que llevaba en las manos. Hasta que, finalmente, una tregua en los Velasco se abrió camino:
–¡Antoñita!
La voz de Álvaro le devolvió el calor y corrió por el pasillo. Solo para que el azote de cien inviernos la alcanzara en cuanto lo tuvo delante.
–Pero, Álvaro, ¡madre mía! ¿Qué te han hecho?
Noticia Patrocinada
–¿Esto? –Se rozó el cardenal de la cara y bufó.
–Tranquila, que me lo hice yo solo haciendo el cabra con el Pepe.
Supo que trataba de protegerla del relato que una hermana mayor no desearía a su segundo. Su Alvarito, que siempre fue dicharachero, ingenioso y también bravo. Con los ojos atestados en lágrimas, decidió seguirle la corriente y hacer del reencuentro un recuerdo que conservar con el alma cálida.
–Te he traído puchero –le dijo.
–¿El de col? –Álvaro extendió las manos entre los barrotes para apretar con cariño las de Antonia–. ¡Si es que eres la mejor de todas las hermanas! De las mayores. La Merche de las pequeñas.
Publicidad
Bajo la promesa de calentar el invierno con huesos de jamón y tocino, Antoñita acudió al régimen de visitas establecido. En cada una, el plato estrella iluminaba los ojos de Alvarito, pero podía verlo; los piojos le tenían la cabeza en carne viva y los huesos de las mejillas le echaban diez años encima. Al hermano más valiente le empezaban a flaquear las fuerzas y estaba decidida a darle las suyas a través de su puchero favorito.
Sin embargo, la máxima representación de la crueldad humana se encontró de nuevo con Antoñita. Siendo a ella en esa ocasión a quien, junto al «¡toc, toc!» de la puerta, se le denegó el paso.
–¿A dónde va?
Publicidad
–A traerle su comida a mi hermano.
Isidoro, que acostumbraba a verla cada mes sin que se dignase a mirarlo, dinamitó la mecha de la humillación que Antoñita prendió la tarde que tocó a la puerta de los Velasco. Se levantó, le puso la mano al hombro y le clavó impío los dedos. Su sonrisa desplegó los encantos del ángel de la muerte y del rey de las cucarachas:
–Señora, su hermano ya se ha comido todo el puchero de col que se tenía que comer.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión