Mi pegaso
María Ángeles Torró Fernández
Martes, 12 de agosto 2025
Falta poco para que se ponga el sol y mi nerviosismo va en aumento. Esta será una noche de luna llena. Fiel a su cita, ... Pegaso vendrá a buscarme cuando la luna luzca en todo su esplendor. De un salto me montaré en su grupa, él batirá sus alas suavemente e iniciaremos el vuelo. Pegaso me lleva a donde yo quiera. Con él he visitado remotos países, he cruzado océanos, he visitado grandes urbes y pequeños poblados. Gracias a Pegaso conozco todos aquellos lugares con los que soñaba cuando era un niño y —recorriendo los mapas con mi dedo— trazaba fantásticas rutas en el viejo atlas. Mi Pegaso es el más hermoso de los corceles: negro azabache, de crines suaves como la melena de una diosa, alas poderosas, cabeza regia, ojos soñadores.
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Pegaso no ha envejecido; siempre ágil, valeroso, fuerte. En cambio, yo… temo el día en el que ya no tenga fuerzas para saltar a su grupa. Ese día será mi final; estoy seguro.
A menudo, cuando más solo y triste me siento, le pido a Pegaso que me lleve a mi casa. Cruzamos los cielos y mi corazón se acelera cuando reconozco las montañas que rodean el valle donde nací. Pasamos veloces por encima de sus crestas y descendemos hacia el pueblecito. Pegaso aterriza suavemente en la plazuela cercana a mi casa. Sus cascos apenas rozan el empedrado. La calle, alumbrada tan solo por la farola de la esquina, huele a heno y boñiga de vaca, a leña y hollín. Las ventanas de las humildes casas de oscura piedra están cerradas. Nos acercamos sigilosos hasta la mía y, de un salto, Pegaso atraviesa el murete para posarse sobre las losas del patio. Descabalgo y me acerco a la puerta. Las llaves siguen escondidas donde siempre. Abro con sumo cuidado la puerta que tan solo chirría un poco. De puntillas me dirijo a la cocina y veo a mis padres sentados en las viejas butacas frente a la gran chimenea. Se han quedado dormidos. Mi padre, con su eterna boina bien calada y la barbilla apoyada en el pecho, ronca. Mi madre también duerme, la cabeza apoyada en una de las orejas de la butaca y las manos cruzadas sobre el regazo. Quisiera besarlos, pero no me atrevo ¡Les he hecho tanto daño! Lágrimas silenciosas corren por mis mejillas al contemplar a este par de viejos a los que abandoné hace tanto, tanto tiempo. No puedo resistir la tentación y subo a la que era mi alcoba. Está tal como la dejé para huir cuando apenas era un chaval. La colcha de ganchillo amarillea sobre la vieja cama. Junto a la ventana, la silla de anea; esa ventana que da a la calle y desde la que mi madre se asomó durante noches enteras esperando, en vano, mi regreso. El armario. No lo abro. No quiero ver si aún conserva mi ropa de adolescente: cuatro camisolas gastadas, un par de pantalones de pana, el traje de los domingos, de los entierros, de las bodas de parientes y vecinos. Y allí, en la pared, frente a mi cama, sujeto con cuatro chinchetas oxidadas, sigue estando Pegaso, mi Pegaso.
Descubrí a Pegaso cuando yo tendría 10 u 11 años. Mi padre, tras de muchos sacrificios y trabajando como una mula en el campo, había logrado juntar el dinero para comprarse un camión de segunda mano con el que soñaba poder traer mercaderías de la ciudad y mejorar así la economía familiar. Recuerdo muy bien el día en el que llegó con el camión y lo aparcó frente al portal. Daba estruendosos bocinazos que alertaron a toda la calle. Mi madre y yo cruzamos a toda prisa el patio y le vimos bajar de la cabina despacio, orgulloso, sonriente. Algunos vecinos se habían acercado y le acribillaban con preguntas técnicas sobre las características del motor, de la conducción, de su capacidad, mientras yo lo rodeaba a pasitos cortos, boquiabierto ante tan poderosa máquina. Fue cuando llegué frente al capó que cubría el motor cuando lo descubrí. Allí, incrustado en el metal, estaba la silueta de un caballo alado. Tuve que ponerme de puntillas para poder observarle detenidamente. Me maravilló. Era un ser fantástico. Ya de noche, mientras cenábamos, le pregunté a mi padre quién era aquel caballo que lucía sobre el morro del camión. Mi padre me dijo:
–Es Pegaso.
–¿Pegaso?
–Esa figura es el emblema de esta marca de camiones. Los más fuertes que hay en el mercado, hijo.
–¿Por qué lleva alas un caballo?
–¡Y yo que sé!
–Los caballos no vuelan, ¿por qué lleva alas?
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–¡Qué pesado te pones! Será porque, será porque… creo recordar que viene de los dioses antiguos, o algo así.
–¿De qué dioses?
–Mira, chico, deja de darme la matraca con esto y cállate. Mañana se lo preguntas al maestro. Seguro que don Prudencio lo sabe.
Y don Prudencio me lo explicó. Era una historia apasionante. Como mis compañeros no se interesaban en absoluto por estos temas, el buen hombre –impresionado ante mis preguntas– tuvo el detalle de regalarme por navidades un libro sobre la mitología griega, libro que yo nunca leí, pero del que arranqué una página en la que Pegaso lucía majestuoso. Su poderosa silueta se recortaba sobre un fondo estrellado. Con unas chinchetas lo clavé en la pared. Cuando me acostaba fijaba la vista en él y soñaba con los viajes que podría hacer a lomos de Pegaso.
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Cuántos y cuántos recuerdos se me vienen a la cabeza mientras aguardo a mi Pegaso agarrado a los barrotes del ventanuco de mi celda, escudriñando el cielo a la espera de que se digne aparecer.
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