Desde el pedestal
Juan Jesús Barquero Baena
Domingo, 24 de agosto 2025, 00:46
Con la venia, antes de que su señoría me juzgue, es menester que oiga y pondere mis argumentos. Prestaré declaración en el lugar que custodia ... mi nombre, la plaza de la catedral de Granada, donde permanezco a perpetuidad. Soy fácil de reconocer: en la mano izquierda sujeto un plano, en la diestra sostengo una maza de escultor. Mi alma, aprisionada en estatua, reside en un purgatorio eterno de reflexión; desde allí vigilo, observo y perduro.
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La plaza conforma un universo particular. Las fachadas que me rodean son los valladares que impiden ver más allá, otros mundos, otras calles. Cuando veo a la gente pasar, construyo el conocimiento como se erigió la catedral: poco a poco, elemento a elemento. Estudio las vicisitudes de las personas que merodean la explanada; entretengo el pensamiento jugando a adivinar las circunstancias que mueven los hilos de sus vidas; en mi mente mineral voy asimilando hasta el último detalle de sus costumbres.
Las estatuas no conocemos la prisa. La quietud y el tiempo agudizan nuestros sentidos. Gozamos de una memoria pétrea y prodigiosa. Después de tantos años, deduzco que un individuo que no se interesa por sus semejantes queda lejos de la virtud. El tipo no merece un adarme. No es casualidad que por hábito, el imbécil (disculpe la expresión) pertenezca a la reata de los tragasantos inclinados a los sermones desde el púlpito y a las filípicas propias de un inquisidor.
Pensará su Señoría que mis ideas abundan en los extremos y que adolezco de un temperamento sanguíneo y montaraz. En mi descargo le aseguro que un artista, por principio, no tolera en sus actos, ni en su obra, los golpes que les propinan los críticos (el camarada que manifiesta lo contrario es un cínico). Encajo la crítica, pero jamás la acepto, aun siendo el motor de la mejora. El auténtico artista devuelve los agravios con la belleza que plasma en sus creaciones; y, en caso de afrenta, se presta a defender su honor y a presentar la espada si fuere preciso. Las cosas son como son. Hasta su Señoría, en Jerusalén, alzó el látigo para proteger el Templo de su Padre. Al pan, pan y al vino, vino.
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Siendo de carne y hueso, cuando aún no era de piedra, esculpir, pintar, fueron para mí las formas de afrontar el destino. Consideraba que, si bien la muerte no era igual al olvido, se parecían como dos gotas de agua. Mis obras eran las huellas que horadaron el mundo, el subterfugio que dio sentido a mi existencia. Mis pinturas y esculturas –objetos de devoción entre los mortales– fueron las garatusas para ganarme la voluntad de Dios. Mientras la beatería pregona a los cuatro vientos que el Cielo está poblado de buenas obras, a un artista en absoluto le interesa el Paraíso: el arte glorioso permanece en la Tierra. En el Cielo las (buenas) obras del genio no se sostienen, las nubes no son pedestales ni hornacinas. Quizá por ello permanecí prisionero en este valle de lágrimas. O es posible que usía, mi Dios, decidiera mi destino debido a mis innumerables pecados, conciliando alma y piedra, pensamiento quieto y ansiedad estática.
En vida caí en desgracia, fui un árbol abatido que la canalla hizo leña. El Santo Oficio me acosó salvajemente. Finalmente me apresaron. Fue entonces cuando mis captores me sometieron a tormento, pero no truncaron mi entereza, la tortura no doblegó mi voluntad. Cuando mi contumacia ganó la libertad, puse pies en polvorosa. En Granada, gracias al amparo del Rey y a mi reputación, me permitieron seguir trabajando. Cuando llegó mi hora, después de muchos años, me resucitaron en el palio de piedra donde permanezco.
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Señoría, atienda vuestra merced, porque le voy a presentar mi obra más augusta. Una noche tormentosa, un hombre y una mujer sostenían una disputa acalorada bajo la plataforma. El gañán, con saña, aferró a la doncella por el cuello. Los ojos del sujeto inyectados en sangre revelaban odio, rabia, maldad; la mirada de la mujer, pánico y dolor. «O te quedas conmigo o te arranco la vida», le susurró al oído con los dientes apretados. Desde mi pedestal, recé con todas mis fuerzas. Imploré la intervención celestial: «¡Dios mío, haz un milagro!».
Fue entonces cuando la caída de un rayo rasgó el espacio e inundó la plaza con un cegador blanco incandescente. Sentí el éter, aliento divino, fluir a través de mi brazo de piedra. La maza se separó de los dedos marmóreos y se desplomó sobre la cabeza del agresor que dio de bruces en el suelo. Las losas se tiñeron de sangre. La mujer escapó asustada hacia las callejuelas del Zacatín. El infame, con la cabeza ensangrentada, quedó postrado a mis pies. Luego huyó como una rata.
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Después de aquello, jamás lo volví a ver, el bellaco evita caminar por mi plaza. Los viandantes aseguran que no está en sus cabales, que le asusta la noche, que, como los perros, se esconde bajo el catre tembloroso cuando devienen los relámpagos y, si empina de codo, jura y perjura que lo persigue un Golem descomunal. Por la calle es objeto de mofa. Incluso la estudiantina, si se lo encuentra, le canturrea quintillas burlescas: «En mi intención de enviudar,/ Quiso Alonso ahorrarme tiempo/ Con fortuna tan dispar/ Que, por más que tiró a dar,/ Sólo atinó con mis cuernos».
Señoría, todos los días, la muchacha ojos de hurí se detiene delante, me mira y hace una sutil reverencia. Deposita en el zócalo una rama de romero y, acto seguido, se santigua. Aún no he averiguado su nombre. No importa. Tengo tiempo. Mucho tiempo. He comprendido que defender a una mujer es una obra sacra, la más sobresaliente que un hombre o un Dios puedan acometer. Por todo ello, ruego a su Señoría que, en buena hora y en conciencia, perdone mis pecados para toda la eternidad. Siempre a su sombra, Alonso Cano.
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