YUSUF ESER
Relatos de verano

Un paseo por la memoria

jesús fernández osorio

Sábado, 30 de julio 2022, 23:53

Nada más bajarse del coche, dirigió sus pasos hacia las afueras de la población. Se dejó arrastrar por el inmenso poder de atracción y embrujo ... que la cercana sierra siempre le había provocado. Buscó infructuosamente con su mirada las referenciales manchas blanquecinas de la nieve glaciar en las umbrías de la montaña. Pero sus venerados restos apenas eran perceptibles ya. No se cruzó con nadie; las calles, hasta hace poco alegres y bulliciosas, habían quedado solitarias y tristes. En la primera bifurcación tomó el desvío de la izquierda.

Publicidad

Frente a él quedaba ahora un camino de tierra estrecho y pedregoso y, de tanto en tanto, atravesado por pequeños surcos para el ocasional riego de los campos. De repente, comenzaron a agolparse en su mente imágenes del ayer que habían permanecido ocultas en lo más recóndito de su conciencia: se vio pedaleando intrépido sobre su primera bicicleta, buscando los nidos de las desconfiadas aves, visitándolos inquieto para no perderse la eclosión de los huevos y el crecimiento de los polluelos, o rebuscando entre los árboles frutales del entorno…

Al atravesar el primer arroyuelo, flanqueado por una doble hilera de desmochados álamos, acacias espinosas y frondosos panjiles, divisó su silueta. Pese a la reconfortante sombra del arbolado, aceleró su caminar y notó cómo aumentaban los latidos del corazón; más por la emoción contenida que por el esfuerzo de la pequeña cuesta. Por fin, logró llegar y tocar las irregulares paredes de cal y piedra del cortijo.

El viejo caserón que una vez fue su hogar aún conservaba, también, su chimenea medianamente enhiesta y desafiante, igual que sus desvencijadas puertas y ventanas de madera. No ocurría igual con el horno anexo. Ése que tanto y tan bien recordaba, con su estrecha boca de ladrillos de adobe, adosado a la fachada principal. Tampoco lo estaban ya las tapias del corral, ni la gigantesca higuera del patio, ni aquellas parras de tupidos sarmientos que le cobijaron bajo el asfixiante sol del estío. Menos aún quedaba del viejo albaricoque del 'rután', sobre cuyas acorazonadas hojas vio posarse las gigantescas mariposas y los multicolores gusanos que alternaban su vida mágica y fugaz; en ese milagro de la metamorfosis que descubriría años más tarde en la escuela.

Aún atenazado por la aprehensión y sobrecogido por el más hondo de los sentimientos, continuó su ruta; sin poder evitar una última mirada hacia la morada que un día fue y en la que fue feliz. A escasos metros descubrió, casi oculta bajo las mustias hierbas y los espinos ya secos o marchitos, la pequeña y redonda era en la que alguna vez aplastó las mieses a lomos de algún sufrido mulo o sobre el trillo tirado por las pacientes vacas. El lugar en el que ayudó a sus padres a aventar el trigo y la cebada, aprovechando la generosa fuerza del viento en los atardeceres veraniegos del altiplano granadino.

Publicidad

El lastimoso tañido de las campanas de la torre le obligó a proseguir su recorrido. Ese itinerario que tantas veces, desde la distancia, había forjado en su mente. Avanzó por el poco transitado sendero hasta incorporarse a otro camino más principal. Una vía pecuaria por la que antaño vio pasar las largas recuas de mulos, asnos y caballos, los grandes rebaños de ovejas y cabras, e incluso las manadas de reses bravas destinadas a las capeas locales de la comarca o de más allá. Toda una amalgama de inocentes animales que, guiados por sus experimentados jinetes, pronto se adentraban y desaparecían entre los verdes pinos y las centenarias encinas. Un trayecto que desde bien pronto se verían obligados a bordear, por la construcción de un embalse destinado a suplir la sed eterna de aquellas tierras. Y que, ahora, en el trance de la desaparición de la trashumancia, se sigue aprovechando como abrevadero del ganado. Aunque él lo rememoró más por los baños y los juegos compartidos con sus amigos de juventud.

Con la caída de la tarde notó cómo el aire se volvía más húmedo y fresco. Alguna que otra nube apareció amenazante por el cielo y pudo atisbar la más que apresurada llegada del otoño. Cogiendo una trocha llegó hasta la acequia de tierra que conducía el agua desde el molino hasta el pueblo. Allí, junto al viejo caudal situó los gigantescos manzanos y los soberbios perales de su infancia. Sobre todo de estos últimos, en los que creyó probar las peras más dulces y jugosas que aún recordaba. Ya no quedaba nada. La soledad, el olvido y la maleza, lenta e inexorablemente, ocupaban ya su espacio. Y lo cubrían todo. Como su ánimo en aquel momento.

Publicidad

Al llegar junto a la antiquísima balsa tomó aire profundamente y descansó sentado durante unos instantes. Puso toda su atención en el cantar de algún que otro ruiseñor y en el rumor del agua en su caída. Una sensación placentera que aumentó con la visión del rico colorido de las plantas que la circundaban y su reflejo, a modo de espejo, en la lámina de agua del estanque.

Mientras cogía cuidadoso alguna que otra mora de las aguerridas zarzas que allí encuentran acomodo, volvió a escuchar, nítido y claro, el segundo toque proveniente del alto campanario local. Ahora sí, aceleró sus pasos por el camino de la vega y, aún absorto en sus íntimos pensamientos, se adentró por entre las primeras casas de la aldea. Al pasar junto al antiguo aljibe pudo ver la silenciosa comitiva que ya doblaba la esquina que les conducía hasta la iglesia. Tuvo tiempo de ver el ataúd transportado a hombros de los deudos más próximos y de unirse a los integrantes del pequeño grupo que les seguía. Tocaba despedir, de nuevo, a otra de las personas queridas que alguna vez formó parte de su vida y que, a partir de ahora, lo sería de su memoria. Definitivamente, entre él y el futuro ya sólo se interponían la incertidumbre y algún desgarro del alma, como el que había vuelto a revivir aquella tarde.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad