La mujer del monstruo
FERNANDO MESQUIDA GARRIDO
Martes, 23 de agosto 2022, 23:43
Fui la número 45 de las 63 mujeres que tuvo el monstruo. Sí, un monstruo que en su aberración se llevó por delante mi vida. ... Ahora, devuelta a la realidad tras recuperarme del lavado de cerebro que arrastraba desde mi juventud, ya en las postrimerías de mi vida, soy consciente de que si no hubiera sido por aquel desengaño amoroso, no hubiera caído en las fauces de aquella secta.
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Fue un tiempo de sombra y silencio respecto al mundo, que veía yaciendo inmóvil junto a mí, cada vez más desdibujado, como una acuarela bajo la lluvia. Solo la reverencia, y una frase impregnando mi conciencia, como un credo que me poseía y en el que no cabía la duda: «Sé dócil, reza y obedece». En mi corazón, ya vacío de todo aquel fuego abrasador de conciencias, albergo ahora la nostalgia por un tiempo perdido, que pudo ser otro, más allá de inútiles ofrendas. Me debía a aquel monstruo de cara amable y piel de camaleón, en aquellas noches de rosa y satén; y cuando me clavaba su aguijón, era como ser poseída por la sombra de un trozo de carne, que para mí significaba solo el pasaporte a una desconocida eternidad. Era lo que prometía aquella iglesia fundamentalista. El profeta se creía más cerca de Dios al tener un mayor número de esposas. Y nosotras sentíamos algo así como la felicidad del perro faldero a quien le bastan las caricias de su amo, y el hueso de un mensaje envenenado.
Era larga la ceremonia del beso. El monstruo era cariñosamente sobado hasta 63 veces, mientras decidía con quién se acostaría cada noche. La oscura y densa baba del caracol pegajoso. Todas con nuestros anticuados y uniformados vestidos, no era posible la diferencia más allá de los rasgos físicos. Aquel esperpento era como una fantástica abeja reina, con sus 63 obreras. Una abeja en la que penetrara una araña que trenzara en su mente los más perversos efectos para la dominación. Aquel leviatán estaba inspirado por el mismo Satán, tanta era la lujuria que lo poseía y con que nos poseía.
Anhelante de pulpa firme y jugosa, el engendro pudo celebrar sus ágapes de carne joven y tersa todas sus noches y yo trataba de cerrar los ojos de mi piel, para no sentir sus mórbidas carnes sobre mí. Era el sacrosanto ritual de su paranoia celestial. Cotos vedados de nuestra intimidad solo a él reservados. Usurpador diabólico de nuestra compañía junto a un hombre que realmente pudiéramos desear. No olía a miel en la colmena, su piel anciana exhalaba un vaho repelente que yo trataba de mitigar con perfumes. Después, la bestia con piel de cordero hozaba en mis carnes tersas, buscando con sus manos la vibración de la música de las esferas. Mi deseo era raptado en aquellas noches de bestiario. Después me lavaba para desprenderme de la costra que había dejado en mí, y el agua era una mancha de tinta negra bajo mis pies. Qué importaba todo, me decía, si esta vida tenía la fugacidad del canto de una cigarra en el tórrido verano. El tiempo pasa inevitablemente y a todas las abejas nos esperaba la eternidad junto al Señor.
Un buen día, esta abeja obrera cambió la danza de su vuelo y se apartó. Vio luces doradas que aparecían y desaparecían en sus horas de soledad. Una extraña y olvidada melodía vino a rescatarme. Como un recóndito canto de sirenas en el que podía confiar y refugiarme. Melodía liberadora que me hablaba de esperanza y no dejaba que el desencanto hundiera más profundas sus raíces. El zumbido de la colmena fue atronador, traspasando mis oídos cuando huía. Pero no eché la vista atrás. Como funambulista que perdía el equilibrio me era indiferente la caída con tal de liberarme de todo aquello.
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Años después de ser rehabilitada, aún me produce náuseas su imagen babeante rodeado de sus mujeres. Necesito dormir con una luz encendida. El comportamiento humano no conoce fronteras a la hora de llegar a la aberración. Siguiendo a alguien que se decía iluminado, pude sentir lo más atroz del reino de las sombras.
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