La mujer más hermosa
Ana Morilla Palacios
Jueves, 21 de agosto 2025, 23:18
«Candaules, rey de Lidia, perdió la corona y la vida por un capricho cuando menos singular. Enamorado de su esposa, sostenía que era la ... mujer más hermosa del orbe, por ello tomó una resolución absurda. Un día alzó hasta las estrellas la belleza de la reina ante su oficial de confianza, el general Giges; pero por más que intentaba convencerlo de palabra, no lo lograba, entonces decidió hacerlo de obra y para ello quiso que la viera como los dioses la hicieron, desnuda, sin que ella lo sospechara. Aunque Candaules no tuvo en cuenta un hecho gravísimo: la mujer que se despoja de su vestido también lo hace de su honor. No solo entre los lidios, entre todos los bárbaros se considera una infamia que una mujer se deje ver desnuda, pues el decoro manda que cada uno se conforme con lo suyo y no se fije en lo ajeno…».
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Heródoto, 'Historias', Libro I, 6, 8-13
«Desde que Heródoto contó cómo Candaules, el rey de los lidios, perdió la corona a manos de Giges, su curiosa historia ha despertado el interés de numerosos escritores –Platón, Plutarco, Cicerón, Boccaccio y tantos otros hasta llegar a nuestros días, incluso Vargas Llosa se rindió a su parafílico encanto– que la reelaboraron desde distintos puntos de vista, siempre masculinos, nunca bajo el prisma de la reina. Tengo mucho interés en saber qué diría ella...».
Allegra Wagner, 'Mitología'
Si creyera en el destino, en la Moira hija de la Noche y el Caos, la que hila la hebra de la vida de los hombres, la que está al margen de los dioses y hasta Zeus teme, pensaría que fue ella quien dispuso que yo amara a mi señor, el rey Candaules. No en Caria ni Frigia ni Jonia, en Lidia, la más rica del Egeo.
Por el cauce del río Pactolo corre el oro, el oro de las entrañas del monte Tmolos. El agua y la arena abandonan la batea del minero, pero el oro permanece. Brillante. Maleable. Dúctil oro. En los templos lidios, en las monedas lidias, en los cuerpos lidios. Aunque no me deslumbra ni distrae tanto brillo, pues vivimos bajo las oscuras advertencias del oráculo de Delfos: los cimerios nos conquistarán, un usurpador matará a Candaules, un terremoto nos destruirá.
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***
–¿Dudas? –pregunta el rey Candaules.
–Dudo –responde el general Giges.
A mi señor, que desciende de Heracles, no le preocupan las profecías, y menos cuando se entrega a los placeres de Dionisos. Que un terremoto nos destruya: ha pagado a los mejores sabios de Grecia para que pronostiquen cuándo tendrá lugar. Tampoco le quita el sueño que un frío amanecer los cimerios de las estepas del Mar Negro, esas tierras de niebla y oscuridad al borde del mundo, monten en sus caballos y cabalguen hasta nuestras puertas: el ejército de mercenarios que comanda Giges protege Lidia. Ni le atormenta que una cálida noche, oculto entre las sombras de palacio, un traidor le clave un puñal en el corazón: ha ordenado asesinar a familiares, amigos y enemigos, a quien pudiera reclamar la corona. A Candaules solo le preocupa por qué duda Giges.
Duda que yo sea la mujer más hermosa, una belleza tan oculta que, salvo Candaules, nadie ha contemplado. Porque el general da más crédito a los ojos que a los oídos. Porque es su naturaleza. Porque busca verdades tangibles. Porque cree solo aquello que puede ver.
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–¡Caiga sobre mi cabeza la desgracia si no te la muestro desnuda!
Se levanta mi señor del trono de oro. Sus ajorcas de oro chocan entre sí. Giges y su guardia, corazas y segures de oro, lo siguen. Pórtico de oro la entrada de los aposentos regios. La cama entre cuatro columnas de oro. Qué exquisitos los frescos que adornan la real cámara, el saqueo de Troya: Casandra violada en el templo de Atenea, Políxena inmolada ante la tumba de Aquiles, las imágenes que retengo antes de cerrar los ojos, antes de abandonarme en el lecho de mi señor Candaules.
Tras los cortinajes donde ha escondido a Giges, este ya no duda.
Al amanecer la guardia –corazas y segures–, la misma guardia que el general reclutó hombre a hombre, lo detiene y lo desarma. La misma dorada estancia lo recibe de nuevo, las mismas ciclópeas puertas. Los mismos frescos de la caída de Ilión: la flecha que escapa del arco de Paris para clavarse en el talón del Pelida, la serpiente que estrangula a Laocoonte por oponerse a que el caballo entre. Son las imágenes que Giges retiene antes de darse por muerto.
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No es mi señor quien lo llama a su presencia. No es Candaules ante quien se arrodilla, ante quien humilla la cabeza. Soy yo, la reina:
–Escoge entre el general que me vio y el rey que me desnudó. Uno de los dos vivirá –le ordeno.
***
Si creyera en el destino, en la Moira hija de la Noche y el Caos, la que hila la hebra de la vida de los hombres, la que está al margen de los dioses y hasta Zeus teme, pensaría que fue ella quien dispuso que yo amara a mi señor, el rey Giges. No en Caria ni Frigia ni Jonia, en Lidia, la más rica del Egeo.
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A Giges no le preocupan las sombrías advertencias del oráculo de Delfos. Un día la tierra temblará y nos aniquilará y no habrá sabio que pronostique cuándo. A mi señor tampoco le quitan el sueño los cimerios. Si llega el momento, cabalgarán desde las estepas del Mar Negro, esas tierras de niebla y oscuridad, penetrarán nuestras murallas para pasarnos a cuchillo y no habrá ejército capaz de frenarlos. Ni siquiera le preocupa que yo sea la mujer más hermosa.
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