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Relato de verano

Las mil y una formas de hablar con las manos

Lucía Gimeno Barea

Sábado, 31 de agosto 2024, 09:28

Tener las manos en la rueca y los ojos en la puerta, jurar con la mano en el pecho, tener mano izquierda, más vale pájaro ... en mano que ciento volando, ponerse manos a la obra y mil y una formas de hablar sin palabras.

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Nunca pensé en lo que podían llegar a decir unas simples manos hasta que me quedé sin la derecha. En ocasiones me pregunto dónde se encuentra, me gusta imaginármela con vida propia ¿Por qué no? Quizá haya acabado en el siniestro universo de la familia Adams, aunque lo dudo, lo del terror nunca fue lo suyo, tenía el coraje de buscar otras manos cuando el miedo la invadía.

Ahora tengo una mano biónica, inteligente, muy inteligente, inteligentísima, o al menos eso es lo que dice la gente siempre que se mueve, como si tuviera vida propia, como si no la hubiese programado una persona y como si yo perteneciese a ella y no al revés.

Por muy maravillosa que sea la inteligentísima, echo en falta mi mano cobarde, siempre tuvo una pequeña deformación en el dedo meñique, porque cuando aprendió a escribir cogió mala postura, e, igualmente, se sacrificó en la batalla contra los folios. De esas épicas guerras se tendrá que hacer cargo su gemela izquierda, aquella que ha permanecido muda todos estos años, quizá tenga algo interesante que decir. Aunque, seguramente, nada en comparación con las de mi padre. Sus manos se encuentran sucias y llenas de callos de trabajar en la fábrica, y es que cuentan más de su cotidianeidad que él mismo, pues ni le gusta su trabajo ni hablar de él. Mientras, las de mi madre, llevan años rojas y ásperas, consumidas entre lejía, amoniaco y la falta de tiempo para hacerse la manicura. Es posible que en el pasado fuesen suaves y blancas como las manos de mi hermana, siempre largas y elegantes como las de un pianista, aunque nunca ha tocado el piano y no creo que aprenda. Pero, sin duda, lo que más expresa de sus manos no atañe a temas de fisionomía, sino a la existencia de un anillo del que ha presumido el más afortunado de sus dedos durante poco más de un año. Cuando intentaba curiosear acerca de la procedencia de la misteriosa joya, sus manos se escondían, se sonrojaban y se trababan. Se alejaban y evitaban que me acercase, quizá fuese porque pertenecía a otra mano y ninguna más era digna de aproximarse. Desde hace unos días tiene las manos frías, pálidas y calladas, ya no alardean del anillo y se dedican pensativas a trazar círculos ansiosos sobre la servilleta a la hora de comer. Quizá el anillo se encuentre vagando en busca de otros dedos, quizá se haya perdido y esté tratando de volver, aunque eso son verdades calladas que guardan otras manos.

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Sea como fuere, los problemas del alma se reflejan siempre de la misma manera. Mi abuelo cuenta a menudo cómo sus manos tuvieron que aprender a escribir cuando se fue a la mili para cumplir con la debida correspondencia, aunque cuando se reencontraron con las de mi abuela se dedicaron a quemar juntas todas las cartas escritas, ya no eran necesarios los verbos, las comas y las desconocidas grafías, pasaron de la construcción a la más inminente destrucción en un abrir y cerrar de ojos, dejaron de escribirse para rozarse, relampaguear e incendiarse. Está claro que aprendieron más a amar que a matar durante el exilio militar. De todo eso ya solo quedan recuerdos marcados en los pliegues de las manos de mi abuela, aquella que se recorta las uñas cada semana, vano intento de atrapar los segundos granulados del reloj de arena.

Las acciones de una mano pueden ser mortales, tremendamente peligrosas, pueden hacer llorar una guitarra y temblar un corazón, disparar un arma, escribir el verso más bonito del mundo y remendar las cicatrices de un ser querido, cocinar el plato favorito de un amigo y dormir la ansiedad entrelazándose con la compañera adecuada. Pueden jugar a teatros de luces y sombras y jactarse como altivas señoras enjoyadas. Pueden pintar arcoíris de promesas sobre cielos cada día menos lluviosos y quebrar esperanzas con acciones inoportunas. Las manos cantan, temen, tartamudean, se estremecen de gozo y sufren de melancolía. Condenan, acarician, asesinan y cuentan historias. Envenenan, enloquecen y gritan. Bailan dulcemente sobre los cuerpos que desean, los exploran, los habitan y arrancan ramos de ilusiones compartidas.

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Tienen el poder de decir cosas que calla la boca, que los ojos evitan y la actitud esconde. Pero no, las manos no mienten; son, ante todo, sinceras.

Dicen que una mirada vale más que mil palabras, pero se habla muy poco de lo mucho que pueden romper o sanar unas simples manos. También escuché que los ojos son el reflejo del alma, pero el alma no es nada sin aquello que siente, y aquello que siente no sería posible sin las historias vividas por las manos. En ocasiones el refranero popular no se debe tomar al pie de la letra.

Ahora mi mano derecha no está y la izquierda no puede hacer todo el trabajo sola. Tendré que aprender a disparar con los ojos, acariciar con la boca y sentir con el pecho.

Tengo una mano biónica, sin terminaciones nerviosas, que no siente el frío de la nieve, ni el agua de la lluvia. Ahora entiendo la frustración del capitán Garfio, pegado a un metal extraño toda su vida, como yo, mujer pegada a una mano más inteligente que ella misma.

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Ahora tengo una mano biónica, inteligente, muy inteligente, inteligentísima, tan supremamente inteligente que ni toca, ni siente, ni padece.

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