María Luna
María José Morales Ortega
Miércoles, 31 de agosto 2022, 00:00
María Luna nació el 3 de marzo de 1960 bajo el influjo de un eclipse lunar. Ya se lo advirtieron las mujeres del pueblo: no ... muestres la barriga a una noche sin luna que te malogra la criatura. Carmela, con seis hijos a cuestas, hizo oídos sordos a las supersticiones y fue a sentarse un rato en el patio, junto al jazmín que tanto sosiego le provocaba. Justo unos instantes más tarde notó cómo un dolor lacerante le apuñalaba los riñones y, antes de que pudiera siquiera respirar; sintió cómo la cabeza del bebé asomaba entre sus piernas.
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Fue la yaya Almudena la que asistió el parto. Ella misma cortó el cordón umbilical que ataba a madre e hija. Y aún le dio tiempo de llamar al nieto mayor para que fuese en busca del bodeguero, que además era el boticario y tenía buenas dotes de comadrón. Al rato llegó el susodicho junto a don Facundo –el señor cura–, que, al enterarse de que la Carmela había parido a una sietemesina, vino presto a bautizar de emergencia a la criatura para evitar que su alma vagara errante por el limbo durante toda la eternidad.
Mal pintaba el asunto. La recién nacida era tan pequeña que cabía en una mano. No lloró, ni gritó. Entró en la vida sin reclamar ningún derecho de amor y atención sobre los demás, tal vez intuyendo que no tenía ninguna esperanza de sobrevivir. Don Facundo, sin perder tiempo, derramó el agua bendita sobre la diminuta cabeza, al tiempo que decía: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Al terminar, preguntó a las mujeres cómo iban a llamarla. Y fue la yaya, ante el mutismo de la madre, que le puso el nombre de María Luna.
El bodeguero convino con la abuela que lo más importante en estos casos era que la neonata que se mantuviera caliente. Así que idearon una improvisada incubadora que consistía en botellas de gaseosa llenas de agua a temperatura corporal, cubiertas por toallas y sábanas primorosamente bordadas. En el centro, como el botón de una flor, la recién nacida. Almudena vigiló noche y día que no se enfriaran, mientras rezaba con todo fervor rosarios y avemarías.
María Luna al nacer tenía la piel tan roja que parecía que la habían escupido del mismo infierno. Y como si de un demonio se tratara, Carmela la rechazó por completo, aunque se sacaba la leche tantas veces como la yaya se lo requería. Y era la misma vieja la que, con infinita paciencia, se la daba con una cucharilla de café.
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La gente del pueblo se acercó en peregrinación para verla, pero eran rechazados, no fuese que cualquier enfermedad invisible que trajeran la matara. Así fue cómo las lenguas viperinas inventaron que la niña nació con el labio leporino y el cuerpo deforme. Y no contentos con estas maldiciones, le confirieron poderes de bruja.
Protegida de estas malas vibraciones, la polluela fue ganando peso. Y su piel se volvió tan blanca y transparente que, si la mirabas, podías contarle las venas azules como constelaciones del mismo cielo. Nunca salió ningún sonido de su boca, se ve que, en esos meses que le faltaron por cuajar en el vientre materno, se le malogró la voz. Ni falta que le hacía, pues la abuela le prestaba la suya para nombrar las cosas; y le cantaba nanas; y narraba los cuentos infantiles que todo recién nacido tenía derecho a escuchar. La niña, al escucharla, le daba golpecitos con sus manitas de muñeca en un lenguaje que solo las dos entendían.
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La abuela estaba convencida de que María Luna era un ángel, y a cada rato le buscaba en la espalda el nacimiento de las primeras plumas. Pero fueron pasando los años y ninguna ala brotó de su menudo cuerpo. Y como la niña no toleraba la luz solar, la yaya convino en que su nieta era descendiente de la luna. Ojos negros como la noche y un alma de nácar así lo atestiguaban.
María Luna murió un 7 de abril de 1967 bajo el influjo de otro eclipse lunar. Aunque hay quien dice que lo hizo nada más nacer, y que la abuela Almudena, loca de dolor, recreó en su corazón la historia de la hija de la luna.
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