Relatos de verano

María del Amargo

Gregorio Santiago Díaz

Domingo, 3 de agosto 2025, 23:27

Me preguntáis por el seis de abril del año 1670 de Nuestro Señor. Calentaba mi cara al sol de la mañana en Bibarrambla, mientras atendía ... a las pulseras doradas que las mujeres de alta alcurnia lucían en el mercado. Lo recuerdo bien porque una no olvida nunca lo insignificante que puede llegar a ser. Por entonces apenas tenía un vestido hecho de remiendos que dejaba ver mi espalda desnuda, los pies descalzos y negros y la piel oscurecida por la mugre. Mi único afán era sosegar los rugidos del estómago y hube de robar –no me avergüenza confesarlo, Dios conoce todos mis actos– un pan de cebada.

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Me animé a bailar en Plaza Nueva para los soldados que custodiaban la entrada a la Chancillería, aprovechando la música que bajaba del río Darro. Lo hacía sin remilgos; si no me pegaban me daban algo que llevarme a la boca. Cuando se cansaban me escondía entre la multitud.

Por unas doncellas me enteré de lo que sucedía.

–La Virgen se ha echado a llorar –dijo la de mejillas rechonchas–, está derramando un mar de lágrimas.

–¡Es un milagro!

–¡Es un mal augurio! Llora por nosotras, pecadoras.

–¡Si yo peco es porque cumplo las órdenes de mi ama! —sentenció la más pequeña, que debía tener mi edad.

Por la tarde toda la ciudad conocía la nueva y se agolpaba en el Realejo, camino del templo de Santo Domingo. En la Casa de los Tiros vi salir con premura a Pedro de Granada Venegas, que se unía a la procesión en marcha. Aminoré el paso y usé mi cuerpo huesudo como ventaja. Siendo tan menudilla me colaba entre las capas de los hombres y las pomposas telas de las mujeres hasta llegar a la Iglesia donde os vi. Vos y sus beatas os ocupabais de regular el acceso, de organizar a la muchedumbre, de explicar lo que acontecía. Puse la oreja mientras elevaba mi alma y corazón. Sentí vuestras palabras como alfileres amenazando mi pecho y luego una felicidad me invadió al contemplar los ojos vidriosos de Ella. Dejé de padecer el hambre, la envidia y el sueño que el cuerpo mundano padece por ser solo carne.

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–¡Eres la elegida, María del Amargo! Vienen tiempos oscuros, un fantasma recorrerá Granada. Con ampollas en el cuello, miles clamarán por morir descomponiéndose por dentro. Advierte a Granada de la guadaña, que por eso lloro yo ahora. Hasta que no se ponga la Estrella, María, no habrá tregua.

El frío hizo suyo el templo y ni vos, ni vuestras beatas ni la gente que se apretujaba, parecían haber oído lo que yo. Como no sabía dónde meterme, no me separé de vos. Han pasado veinte años y seguís con la memoria en penumbra, pero yo sé que me recordáis, con el pelo enmarañado, la cara de color ceniza, la lengua trabada y desencadenada. Escuchasteis lo que yo consideraba proeza y vos tan sólo burda invención de una niña harapienta. Yo sé que recordáis, también, cómo hice guardia ante vuestro templo. Día tras día gritaba a los cuatro vientos lo que Ella me había encomendado. Trataba de arañar a la nobleza algo de tiempo y algunos me zarandeaban para que les dejara en paz y luego me daban una moneda. No quería caridad.

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Mis gritos se perdieron como el eco que se pierde eternamente en el tiempo. Mis advertencias se convirtieron en falso testimonio también para vos. Incluso yo cambié en ese tiempo. Crecí y me busqué la vida como aprendiz de costurera. No tenía dote y no quería un pobre hombre que me desposeyera y me hiciera más desdichada de lo que aún era. Esperaba, por mal que suene, que el final de los tiempos vaticinado se colmatara. Que ardiera Granada entre las llamas de la osadía y la perfidia. ¿Y qué ocurrió nueve años después? Que los padres se quedaron sin sus hijos, y los hijos sin sus padres. Que lloró toda Granada, como lo hizo primero Boabdil, como lo había hecho la Virgen del Rosario en primavera. Nadie podía salir y entrar de una ciudad sitiada. Los broches de oro ya no se lucían por el Zacatín, la Alcaicería o Bibarrambla. Ya no era música, sino la dulce muerte, la que bajaba por el Darro. Todo acabó cuando la Estrella se dibujó sobre su linda cara. Un haz de luz que atravesó la frente de la Virgen y absorbió todo mal. Yo no dije nada. Otros se ocuparon de remover el pasado y recordar a la fea niña que puso sobre aviso a quien quiso escucharla.

Y eso es todo, vos sabéis bien que no me invento nada.

*****

La Comisión eclesiástica que investigaba el milagro de la Virgen del Rosario dejó de salir de Santo Domingo a María del Amargo, tras tomarle la tercera declaración en cinco semanas. Su historia corrió como la pólvora cuando la epidemia de peste terminó y cada dos años volvía a resurgir, poderosa, en una Granada que recordaba con miedo y nostalgia sus años de vacas gordas y vacas flacas.

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María suspiró aliviada cuando torció por las callejuelas del Albaicín y se dejó caer en la silla al llegar a casa.

Lo cierto era que María del Amargo no presenció ningún milagro, no profetizó nada. La verdad era que se había casado un domingo dieciséis de julio de 1675, con tan sólo diecisiete años, con un herrero del Sacromonte que apenas tenía para subsistir. En cuatro años María dio a luz a cuatro criaturas y tan sólo se libraron de la peste porque hubieron de marchar a Toledo en enero de 1679. Al volver llegó el quinto hijo y la miseria apretó más que nunca. María del Amargo hizo correr el rumor de la historia de una niña y un milagro, que caló en una sociedad atemorizada. Y así María del Amargo ganó su honra, forjó su fama, hizo fortuna. Así, María del Amargo y su familia dejaron de pasar hambre.

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