Relatos de verano

Donde el mar toca la luna

Clara Eugenia Aguirre García

Viernes, 1 de agosto 2025, 23:35

«El trabajo del hombre de la luna / el hoyo ha de cavar,/

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la estación se cumplirá y el tiempo no esperará./ Es agradecido si ... lo consigues, / pero si fallas es mortal./Sólo unos pocos lo intentarán».

Ben no sabía cómo seguir. Cogió la pala y excavó bien hondo hasta que los guantes le escocieron las manos. Se inclinó sobre sus rodillas, soltó la pala y respiró hondo mientras apreciaba el escenario. El lugar era silencioso, el terreno llano e infinito y el hueco de arena diminuto, y tal vez, el agujero más grande que había conseguido cavar hasta ahora. Pero no era suficiente. No para el contrato de la estación.

El ruido de la marea que se colaba desde lo profundo del hoyo le hizo temblar cuando sacó de la mochila el reloj que siempre llevaba. Se quedaba sin tiempo. Y no habría piedad para aquellos que se retrasaran. Y estaba ya tan cerca de lograrlo…

El traje de astronauta le apretó aún más el cuerpo cuando se incorporó y miró alrededor. La luna estaba desierta, no había rastro de ninguno de sus compañeros. Solo quedaban los agujeros correspondientes a su labor: Otoño, invierno, y primavera. Todas las estaciones ya habían sido escogidas por ellos. Invierno era el más solicitado al ser el más fácil, pues los días eran más cortos y había menos que cavar. Ben se había quedado con la baja del verano, donde excavar el hoyo en la luna era tarea laboriosa, pues los días parecían no tener fin.

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Por eso no había tiempo que perder. La luna avanzaba hacia el verano y no esperaba a nadie. Volvió a agarrar la pala e ignoró el dolor de sus hombros cuando la clavó reiterativamente en el mismo punto de siempre. Sí, casi podía oler ya la humedad de la playa colarse desde lo más hondo. Decidió concentrarse en el ruido del mar, no quería despistarse de su objetivo final. Pensó en lo fría que estaría el agua, en la arena cubriéndole los pies, en los rayos del sol besándole la piel desnuda… y pensó también en su sonrisa.

Si, aquella mujer que había formado parte de su vida aquel verano de tiempo atrás. ¿Qué sería de ella? ¿Volvería a verla si conseguía hacer llegar el verano y cavar el hoyo? Muchos eran los que le habían preguntado la razón de por qué había escogido la estación más larga. Ben estaba ya desesperado y no quería admitirlo. El único dolor que le quedaba en su viejo cuerpo que era incapaz de olvidar...

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Aceleró el paso y sacó más arena. Pensó en sus labios, en su cabello mojado recogido en una trenza, en su piel bronceada y en esos ojos castaños que relucían en el atardecer. Ese verano ya parecía casi un sueño lejano que le costaba cada vez más retener en sus recuerdos. Habían pasado numerosos años, mucho trabajo, demasiada vida de por medio.

De repente, la pala tocó algo en el fondo. Ben sonrió. Apretó más y un riachuelo de agua brotó llenando el lugar de un aroma nostálgico que él bien conocía. Había cumplido con su labor, la luna estaba sellada, el verano había llegado, y ahora él estaba tumbado en la arena. No había abierto los ojos, pero sentía la humedad del ambiente, su peso sobre la arena y el agua llegando a sus pies. Ya no había rastro del traje de astronauta ni de la dichosa pala. Sólo estaban él y el mar.

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Pero pasaban los segundos y seguía sin abrir los ojos. Por fin había llegado al único lugar donde había saboreado la verdadera felicidad. Y lo último que quería ahora era mancillar el único recuerdo que más atesoraba con la amarga realidad. Tenía miedo. ¿Y si ella no estaba aquí esperándolo? ¿Qué haría entonces?

Esperó y esperó. Los párpados sellados en una promesa eterna. Las dudas comenzaron a perpetuar el silencio de su mente. Pasó el día y llegó la noche. Y entonces, como si la hubiera invocado, una suave risa se coló en el viento y llegó hasta sus oídos. Y no le hizo falta abrir los ojos para saberlo. Unos labios rozaron los suyos cuando la luna se alzó bien alto en el cielo.

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