Una maleta llena de Caribe
crítica de teatro ·
andrés molinari
Sábado, 20 de marzo 2021, 23:54
Vuelve Oligor a Granada con su parla casi musitada y su ternura algo impostada. Pero de nuevo nos deja boquiabiertos con su colección de juguetes ... microscópicos que laberintean el caos que es todo cuarto infantil. En ese su corazón de niño él guarda una caja de puros habanos, que como tal siempre tiene dos vidas una para contener el humo del cigarro antes de serlo, el tabaco hojeado en cilindro del tamaño de una boca. Otra vida como alcancía de postales, fotografías y otros recuerdos de viajes realizados o por emprender.
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Oligor abre su caja de puros, ya ajada de etiqueta y sin el apresto del estanco para navegar por el Caribe, desde la Habana hasta México usando mil trasbordos entre las naos del teatro, una veces teatro de sombras, otras él mismo como actor contando historias, otras un mínimo autómata fumando su purito. Todo en un ritmo sin trepidar y una insistencia, a veces algo cansina. Porque lo bonísimo de su propuesta es la total sorpresa de cada escena. Nada en previsible. De pronto un coche añoso rueda por el malecón y de pronto una procesión de postales ascienden por el cable aéreo camino de la Guadalupana que suponemos a nuestra espalda.
Pero, en un par de ocasiones el ingenio del titiritero se agota en sí mismo y se suceden imágenes calcadas de la anteriores en minutos en los que nuestro entusiasmo decae, por suerte sin llegar al estrépito.
Suerte que siempre están los textos, que uno preferiría dichos frente al público y no tras la bambalina, y esa referencia a una cubana vieja y fumadora y a un mexicano joven y saltador, que existieron de verdad. Y eso le da al espectáculo un ascua de corazón que compensa otras frialdades y dispersiones. Porque es difícil mantener todo el rato el nivel de algunas bellísimas escenas, como esa en las su mesa de titiritero es un bosque de luciérnagas contagiadas de su candor, de su ingenuidad y de su ternura. Esperando otras similares mientras ambos manipuladores cuelga que te cuelga objetos diminutos en árboles de navidad metamorfoseados en chambaos al sol o en un tiovivo en el que los caballitos son ristras de postales y los viajeros muñequitos del roscón sorpresa.
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Un espectáculo tan pequeño como ese virus que nos atemoriza y mata con su presencia, y tan precioso como su añorada y deseada ausencia.
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