A Carmen Mendoza le dolía todo el cuerpo, pero sentía palpitar el cuello y el sexo, que rozó sobre el pantalón para que volviera, durante ... un segundo, el placer de la noche. Estaba tumbada en la oscuridad, y el tufo a moho, humedad y tierra le resultaba insoportable. Venciendo el dolor movió las manos, que sintieron el tacto de la madera donde estaba tumbado su cuerpo, y que se prolongaba en paredes a los lados y sobre ella, para cerrar la tapa de su ataúd. En la oscuridad oía una voz: «Aquel para quien no brilla la luz vivirá, a pesar del sol como un animal en la noche». Pensó: ¿Y si esa frase no se refiere a una persona concreta? ¿Y si somos todos los que vivimos sin luz, a pesar del sol? Carmen imaginó una jauría inmensa de lobos que perseguían presas en la oscuridad, que peleaban entre sí, que se mordían y bebían su sangre. Sintió cómo la rabia recorría su cuerpo y renovaba sus fuerzas. Empezó a golpear con los puños la tapa del ataúd.
Publicidad
El amanecer descubrió una plaza Nueva desolada. Entre las sombras, solo se distinguían las luces azules de los coches de la policía, que habían cortado el tráfico e impedían el acceso por la cuesta de Gomérez a la Alhambra, aunque también el acceso al Paseo de los Tristes para impedir el paso por la cuesta de los Chinos, y la cuesta del Chapiz también estaba acordonada, para que nadie entrara o saliera del Barrio del Albaicín o del Camino del Sacromonte. Unos cien GEOS, equipados con uniforme de combate, esperaban la orden de asaltar la Alcazaba, aunque ya no utilizasen arietes arrastrados por caballos.
El mando, por alguna razón, quería esperar al amanecer, aunque entre los agentes corría una ira contenida después de conocer la muerte de un oficial. No habían hallado el cadáver del inspector Ricardo Rey, pero su cabeza cercenada había bajado rodando por la cuesta hasta la misma plaza, como una provocación. Esperaban con los fusiles armados y el cuerpo en tensión cuando, desde el castillo, se oyó un grito inhumano, y el cielo, sobre sus cabezas, se volvió rojo.
El estruendo de un terremoto los tiró al suelo mientras la tierra se abría bajo sus pies y un resplandor oscuro como la sangre se iba irradiando desde las torres del castillo hacia la ciudad. Los policías fueron envueltos en una niebla roja y la campana de la Torre de la Vela empezó a sonar.
Publicidad
Por primera vez en su vida, Joaquín Moya no tenía ningún pensamiento, ninguna voz que le hablara o hablara en su mente, suplantando su ser. Estaba desbordado por los olores de la tierra y los troncos y las hojas putrescentes, que eran formas nítidas en su cerebro, por los sonidos del graznar y el aleteo de los cuervos y las alimañas escabulléndose que llegaban a sus orejas puntiagudas, alertas, por el tacto blando de sus patas sobre el suelo, bajo las que notaba la grava y las agujas del pino, por las sombras que se sucedían ante sus ojos entre la niebla húmeda. En la lengua, que caía entre sus fauces abiertas, sentía el frío de la noche, que era una fuerza que le llenaba, como el fuerte olor de la hembra que corría a su lado y que de vez en cuando giraba la cabeza para míralo con un resto de humanidad, desmentida por su pelaje marrón oscuro. Corrían por los bosques de la Alhambra, acudiendo a la llamada del jefe de la manada, un lobo enorme de pelaje y ojos negros que aullaba acompañado de una loba blanca y ojos azules que brillaban en la oscuridad. Estaban llegando a la cima de la Sabika, que domina la Alhambra. Cientos de lobos corrían por la ladera, entre los árboles, pero por la velocidad y el ímpetu de su zancada destacaba otro animal grande y feroz, de pelaje negro vetado de manchas blancas que, antes de que otro pudiera alcanzarle, se lanzó contra el cuello del líder. En ese momento, también la loba blanca se volvió hacia él y lo mordió al mismo tiempo, y las fauces de los dos animales parecieron fundirse en una llamarada azul conforme le arrancaban la cabeza.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión