A Carmen Mendoza no le hizo ninguna gracia que le despertase un policía por la mañana, ni siquiera un inspector tan atractivo como Ricardo Rey, ... como tuvo que reconocer. Con esa barba de dos días, los ojos acaramelados –aunque sombríos, se dijo- y el pelo rizado que le caía sobre la frente, parecía más bien un modelo publicitario, vestido para la ocasión con una cazadora de cuero bajo la que asomaba la capucha de una sudadera, que le daba un aspecto progre, como los pantalones vaqueros gastados y las zapatillas de tenis que habían sido blancas. Ella apenas había tenido tiempo de ponerse el jersey y los pantalones de la víspera cuando la habían llamado de recepción.
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- ¿No puede esperar en la cafetería y darme cinco minutos para que me duche? –le dijo Carmen con la puerta de la habitación entreabierta.
- No –contestó Ricardo Rey abruptamente-. ¿Está aquí Joaquín Moya?
- ¿Joaquín? No lo veo desde el miércoles por la noche. Ayer lo llamé durante todo el día, pero no tuve respuesta.
- Podría ser –contestó el inspector. Carmen pensó que era la segunda vez que veía una mirada tan triste en un policía. Aunque en el negro de los ojos de Ricardo Rey había un fondo acuoso-. ¿Me deja entrar para echar un vistazo?
- Sabe que la habitación de un hotel equivale al domicilio, ¿no? ¿Le suena el derecho a la intimidad? ¿No se lo enseñaron en la academia?
- En la academia me enseñaron muchas cosas, y algunas no le gustaría que las pusiera en práctica. Si quiere puedo traer una orden y detenerla, pero eso me haría perder el tiempo, y ya estoy de bastante mala hostia.
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Carmen Mendoza se dio cuenta de que Ricardo Rey no bromeaba, y terminó de abrir la puerta. El inspector entró y dio un vistazo a la habitación desordenada, con la ropa encima de cualquier sitio, en un sillón junto a la ventana, en el suelo, y papeles desperdigados sobre una mesa, donde había un portátil encendido; incluso entró en el cuarto de baño, que no tenía un aspecto mejor, con unas bragas colgadas del radiador y el contenido del neceser desperdigado por el lavabo y la bañera.
- Muy bien. Dúchese y vístase. La espero abajo. Me tiene que contar todo lo que sabe de este asunto.
- A la orden, mi capitán –contestó Carmen Mendoza llevándose la palma de la mano derecha bien tiesa a la frente, como hacen en el ejército.
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A Ricardo Rey no le gustó el gesto, pero no dijo nada. Salió de la habitación cerrando tras de sí la puerta muy despacio y sin dejar de mirar a Carmen Mendoza, que no perdió su buen humor.
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