¿Cómo estaba ocurriendo esto? Alguien se había preocupado mucho de incriminarle, pensó Moya. ¿Podría ser Miguel Serrano? Carmen Mendoza creía que no, pero ella ... siempre había sentido algo especial por su amigo. ¿Lo era? ¿Tanto había cambiado? ¿Por qué quería acabar con él? «Así sabrás lo que se siente». ¿Realmente se lo había dicho? ¿Cuándo? «Así el hombre, cansado de estar solo con sus sueños. Mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne».
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Al menos la policía le dejaba trabajar. Ricardo Rey daba a entender a la prensa que estaba a punto de detenerle, pero al mismo tiempo quería que siguiera investigando, quizá para tenerlo más controlado. La autopsia del hombre no dejaba lugar a dudas: había muerto de un infarto. Pero Moya había descubierto unas curiosas marcas en la ingle. Mordeduras, del mismo tamaño que las de Eusebio, delicadas, apenas visibles. Le llamaba la atención la edad del hombre, A.B.M., setenta y cuatro años. Una víctima fácil, para quien rondara el hospital. Y había desaparecido un enfermero. Moya tenía coartada para la noche, pues había cenado con Carmen Mendoza, después de hacer para ella de cicerone en la Alhambra. Aunque primero Carmen había ido por su cuenta a la Facultad. Le había contado que era un secreto a voces entre los estudiantes que estaban pasando cosas extrañas, y también en el hospital. Hablaban de sombras y fantasmas, y de compañeros que faltaban a clase. Decían que alguien vagaba por la Facultad y el Hospital.
En la Alhambra, sin embargo, no había mucho que ver a plena luz del día, sólo turistas, pensaba Moya. Lo que ocurriera sería de noche, cuando el castillo cobrara vida, como solía contar su padre. Recordó la sonrisa de Carmen, la tranquilidad que irradiaba en el restaurante de la calle Navas, muy cerca del hotel. Fuera de la sala de disección, había otra vida posible, donde se tomaban cervezas con tapas de pescado frito y se conversaba con los amigos.
Moya dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa de trabajo. Apuntó los últimos datos del informe de la autopsia de A.B.M. «Anormal pérdida de glóbulos rojos en la sangre. Marca de incisivos en la ingle, sobre la arteria ilíaca externa izquierda». A Ricardo Rey le interesaría mucho ese dato. Moya volvió al cadáver, cerró la bolsa de plástico y se dispuso a empujar la camilla para meterlo en frigorífico. Entonces se le ocurrió una idea macabra. ¿Qué mejor lugar puede hallar un vampiro para alimentarse que un hospital? ¿Y qué mejor lugar para ocultarse que una sala de disección, rodeado de muertos?
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Moya miró sombríamente las puertas de las neveras, ordenadas en dos filas paralelas, en la pared principal de la sala, y sufrió una alucinación: unos ojos se materializaron delante de él, flotando sobre la camilla, dos perlas negras en un remolino de niebla, mirándole, y a su alrededor una masa vaporosa, que dio forma a una cabeza de mujer. Pensó: «Poder quedar libre por fin, sin saberlo yo mismo, disuelto en la niebla». Sin embargo, aunque veía cómo se iba solidificando la carne gaseosa del cuerpo de la mujer, sentía otra presencia por detrás, pues se le erizó el vello en la parte posterior del cuello. Fue sólo un instante. Le golpearon en la cabeza, y Joaquín Moya perdió el conocimiento.
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