Capítulo 13

A pesar del sol

IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con unestreno de capítulo cada día del mes de agosto

«¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?» Moya se había encerrado en sí mismo. Apenas veía la sala de disección ... donde se encontraba, de pie ante el cadáver de Eusebio Fernández. Ni muerto había perdido su expresión de bondad. Moya pasó la mano por la frente helada, peinó con cuidado el pelo blanco, acarició la cara de su amigo. Nadie tocaría su cuerpo, decidió. No le practicaría la autopsia. Haría un informe, que podía redactar de memoria. La luz halógena hacía más blanca la piel de Eusebio, la convertía en cera, en piedra. Moya vio cómo su maestro abría los ojos y le miraba: «¿No puedes aceptar la muerte, Joaquín? ¿Prefieres ser un no muerto que viva entre los muertos?» Moya pensó en Miguel Serrano, en la insatisfacción que sentía; y en su hermano Felipe, resignado a morir, sin querer someterse a un tratamiento para no mancillar su cuerpo y prolongar durante unos meses la ilusión de la vida.

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¿Cómo podíamos eludir la muerte? Se fijó en el cuello de Eusebio, tumbado en la camilla. La mordedura era pequeña, apenas la marca de los incisivos, introducidos casi con delicadeza. ¿De una mujer?, pensó. ¿Podía ser verdad que Irene –Laura M.- se hubiera escapado de una de sus pesadillas para atormentarle? ¿Que lo martirizara a través de sus amigos? Se imaginó a Eusebio abrazando a la mujer, aceptando la muerte estoicamente, como la última etapa de una existencia plena. Pero luego oyó la voz burlona de Miguel Serrano: «¿De verdad te crees eso, Joaquín? ¿Que Eusebio, por ser tu maestro, no sintió miedo, no sufrió, no se precipitó en la incertidumbre como en un precipicio? ¿Hasta ese punto te puede la vanidad? ¿O es sólo compasión hacia ti mismo?» Joaquín Moya parpadeó. La voz no estaba en el interior de su cabeza, sino que la oyó perfectamente, incluso notó el roce de los labios de Miguel Serrano, percibió en su aliento el olor acre de la sangre. «La sangre», pensó.

El vehículo del vampirismo son los sistemas cardiovasculares: se mueven, se alimentan e infectan a través de la circulación de la sangre. La ingestión de sangre era una perversión de la Eucaristía: la sangre se convierte en vino, en lugar del vino en sangre. ¿Tendría que abrir el cuerpo de su querido maestro? ¿Comprobaría si eran ciertas sus teorías sobre la muerte? ¿Podría Eusebio resucitar? Le parecía estar oyéndolo: «El sueño es esa muerte en virtud de la cual puede decirse que morimos cada día, un punto medio moderador entre la vida y la muerte, tan parecido a la muerte que yo no me atrevo a dormir sin mis oraciones y pronunciar un semiadiós al mundo, y sin despedirme en una conversación con el creador. Después de lo cual cierro los ojos, contento de despedirme del sol, y dormir hasta la resurrección».

Los alumnos se habían sometido con protestas a la prohibición de salir y encerrarse en sus respectivas clases. A los agentes les había llevado toda la mañana recabar testimonios e interrogar también al profesorado. Nadie había visto nada raro y, por orden de Ricardo Rey, la policía había registrado completamente el edificio, interrumpiendo la rutina académica. Sólo quedaba la sala de disección. Ya eran las tres de la tarde, y Moya atendió los requerimientos, cuidando de que no tocaran el cuerpo de Eusebio, que había introducido en una cámara frigorífica, a la espera de que un becario de su confianza y que no le pediría ninguna explicación sobre el estado casi impoluto del cadáver, lo preparara para el velatorio, que se celebraría en el propio hospital. No había sido capaz de llamar a su mujer, Elena. Pero tendría que verla dentro de un rato, y también a sus hijos. ¿Qué les iba a decir?

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Finalmente, Moya había calcado el informe de la autopsia de G.FC. «Fallo multiorgánico producido por una pérdida anormal de sangre por causa desconocida». Ricardo Rey no se había sorprendido. De hecho, Joaquín pensó al comentar el informe con él que no atendía a sus explicaciones, y que estaba más interesado por saber lo que él había hecho en las últimas horas y durante el fin de semana. A Moya le importaba poco ya lo que pudiera pasarle. La Facultad había perdido todo el interés para él, y también la Medicina. Sin su maestro, no veía sentido a continuar su carrera académica. Y tampoco se veía capaz de afrontar los duros meses que se avecinaban, con el desmoronamiento de su hermano y probablemente de su madre, que no soportaría sobrevivir a la muerte de su hijo mayor y favorito, aunque ella nunca lo hubiera expresado así. Felipe y Amalia les habían dado a los tres hermanos las mismas oportunidades, pero el cariño tiene sus caminos, y Felipe junior siempre había respondido mejor al carácter de sus padres. Luis había estado desde adolescente encerrado en su mundo de bacterias, y Moya había hecho todo lo posible para salir cuanto antes de la casa familiar y hacer su propia vida. Era normal que Felipe, que se había quedado hasta el final, justo antes de casarse, fuera el primero en el orden de los afectos.

Moya sacó de la cartera una foto que le había dado su madre durante la comida del viernes. Estaba tomada en un parque, o quizá en el bosque de la Alhambra, y aparecía Moya con ocho o nueve años junto a un árbol, mirando a la cámara con una media sonrisa, entre un gesto chulesco de autosatisfacción y un desafío, como diciendo: «Aún no habéis visto nada». Luego le vino un recuerdo difuso, Felipe, Luis y él empuñando palos como si fueran espadas, persiguiéndose por el bosque, y cómo él caía a una zanja. Felipe no lo había ayudado inmediatamente a salir. Se había quedado un buen rato observando sus inútiles esfuerzos para trepar las paredes terrosas, burlándose de sus gimoteos, alimentándose de su miedo. Luis era demasiado pequeño para comprender lo que estaba sucediendo, pero Joaquín entendió entonces que hay una parte de nosotros a la que le atrae la maldad y el sufrimiento, y que hay quien no puede evitar dejarse llevar por ellos. Felipe era así, y él también podría serlo. ¿De qué se alimentaba el alma humana? ¿En qué podía transformarse si la nutrías de las peores experiencias?

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Moya sintió que había traicionado de algún modo a ese niño. ¿Qué había de excepcional en su vida? Era forense, profesor universitario; «investigador del alma humana», completó Eusebio Fernández en su cabeza. A pesar de la muerte, probablemente la época en la que se había sentido más vivo fueron esos días negros junto a Miguel Serrano primero y luego con Carmen Mendoza investigando asesinatos igualmente extraños. ¿Qué opinaría ella de esto? ¿Sería una buena idea llamarla? «Desde luego tendría material para otro libro», pensó.

Pero en el modus operandi había un cambio. En Madrid se habían encontrado con dos tipos de cadáveres: unos sin lesiones u otras marcas visibles; otros con signos de violencia evidentes, con muestras de tejido, como si el asesino –Laura M.- quisiera que lo atraparan. «Una suicida», la había calificado Moya. En el primer grupo encajaría aquí G.F.C.; en el segundo, el taxista, M.L. ¿Y Eusebio? Parecía encontrarse justo entre medias. Mostraba en el cuello unas marcas mínimas, y Moya no tenía que practicarle la autopsia para saber que en su cuerpo no había sangre. Tenía un vampiro cuidadoso; otro descuidado, y un tercero delicado. O uno solo que fuera las tres cosas a la vez. ¿Era posible?

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