Eusebio Fernández solía llegar a la Facultad muy temprano, incluso antes que los conserjes, pues entraba por las urgencias del hospital. Le gustaba pasar al ... menos un par de horas estudiando en su despacho, aprovechar un tiempo precioso que poco después dedicaría a los pacientes y a las obligaciones académicas. Por eso le irritó ver cómo se abría la puerta y entraba una alumna, sin llamar siquiera. Pero la irritación se esfumó cuando se fijó en su aspecto. La chica se movía con normalidad hacia su mesa –quizá demasiado rápido, pensó Eusebio-, pero en su cara que, sin embargo, expresaba ansiedad y fastidio, violencia y una suerte de distraimiento, sensualidad feroz y asco, no había verdadera vida; era como si le hubieran grabado esas pulsiones en el rictus que adoptan los cadáveres cuando los abandona el alma.
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Al llegar a las ocho y media de la mañana a la Facultad de Medicina, Joaquín Moya sintió un nudo en el estómago al ver los coches patrulla aparcados en la puerta. «Aquí no», pensó, deseando que esa especie de templo donde él impartía clases y se había refugiado de las rutinas policiales no se hubiera contaminado también. Apenas había pegado ojo en toda la noche, y en los ratos de sueño una pesadilla ininterrumpida lo había martirizado. Un virus iba diezmando a la población, empezando por Felipe y Amalia, y Moya no podía hacer nada para salvarlos. En el sueño, él andaba sin rumbo por una ciudad casi desierta. La poca gente con la que se cruzaba se iba derrumbando a su paso, o se deshacía cuando él la tocaba. Una mujer se arrodilló a sus pies para pedirle ayuda, pero desapareció entre sus manos antes de que él pudiera levantarla. Moya sentía cómo la sangre desertaba de sus venas gota a gota. No sentía los pies. No halló sus manos. No tenía voz para gritar. La niebla le envolvía, y la angustia se abría paso entre el dolor de sus huesos cuando despertó. Ahora no estaba soñando, pero sabía que no iba a encontrar en la Facultad algo muy diferente a la impotencia y al dolor de sus pesadillas.
La puerta del despacho estaba bloqueada por la policía. El inspector Ricardo Rey y César Moreno hablaban en la entrada, pero se callaron cuando vieron llegar a Moya.
- Joaquín –se adelantó César, que no había perdido en estos años el aspecto de estudiante aventajado, con el flequillo –seguía teniendo el pelo moreno, sin una sola cana- cayéndole sobre la frente y los gestos elegantes que daban la impresión de que hubiera pasado horas ensayándolos en un espejo. Pero esa era la naturalidad del responsable de la Unidad de Psiquiatría y Psicología Clínica que, con la bata blanca sobre el traje y la corbata, los zapatos castellanos lustrosos, resultaba hoy la nota más límpida en un escenario demasiado funesto para Moya. Le puso las manos sobre los hombros-. Es Eusebio –dijo-. Lo han matado.
Moya ni siquiera se sorprendió. Tenía la impresión de estar dejando un rastro de muerte tras de sí, desde que un día, en Madrid, apareciera la Dama Negra, como llamaban a Irene –Laura M.- en el barrio de la Latina. Vio su ficha policial, recreó en su mente el siniestro mapa de víctimas, que tanto se parecía a éste. El Vampiro dejaba un cadáver por día. Pero ¿y si hubiera más de un vampiro?
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- ¿Joaquín? –lo zarandó César, que observaba con preocupación la expresión ida de Moya.
Moya volvió a la realidad. No tenía lágrimas. No quería saber cómo había muerto Eusebio, pero lo sabría, claro que lo sabría, e incluso le practicaría la autopsia, para averiguarlo todo sobre su muerte y sobre él. Ricardo Rey miraba a Moya de una manera distinta. También a él le parecía extraño que a Joaquín le persiguiera ese largo y siniestro reguero de víctimas.
- ¿Corroborarías esto ante un tribunal? –preguntó Ricardo Rey, que observaba cómo César Moreno se masajeaba las sienes, con los codos apoyados en la mesa de la cafetería de la Facultad, como si estudiara un libro. Se lo imaginó pasando las hojas de gruesos volúmenes de psiquiatría. ¿Cómo podía clasificarse a este asesino?
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- No –contestó el psiquiatra alzando la cabeza-. Sólo he dicho que Joaquín ha sufrido mucho últimamente, y que está obsesionado con la muerte de su amigo Miguel Serano. Eso no lo convierte en un asesino, y menos de su maestro Eusebio Fernández. Se hubiera matado él mismo antes que hacerle daño.
La pareja despertaba la curiosidad de los estudiantes que desayunaban en la barra y en las otras mesas, aunque estaban en una esquina, lo suficientemente aislados para que nadie los oyera. Parecía más bien la cafetería de un hospital con la barra de estaño y las batas blancas que revoloteaban y hablaban en cuchicheos del asesinato.
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- ¿Y por qué parece saber todo lo que ocurre? ¿Cómo puede prever las muertes?
- Es su trabajo. Ustedes lo le piden ayuda por eso, ¿no?
- Es que esas muertes le están persiguiendo hasta su despacho. Son demasiadas casualidades –dijo Ricardo Rey, que no desentonaba con su aspecto juvenil (sudadera con capucha bajo la cazadora, vaqueros y zapatillas) en la cafetería, aunque no llevaba bata. César diagnosticó cierta inseguridad y un deseo de afirmación. Quizá Rey hubiera tenido una adolescencia difícil, a la sombra de unos hermanos mayores que probablemente hicieron todo lo posible para putearle. Y que podría llegar a ser violento si se le provocaba. Un perfil de asesino mucho más adecuado que el de Moya, pensó; pero esto no lo dijo.
- Si está tan seguro, ¿por qué no lo detiene? –preguntó.
- No cuento con mucha ayuda –le reprochó Ricardo Rey-. Pero no dude de que lo haré. Está a punto de derrumbarse.
- Es difícil distinguir ente la percepción errónea, la ilusión y la alucinación –dijo César Moreno crípticamente.
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- ¿Qué?
- Nada. Pensaba en alto. Siempre he creído que Joaquín exageraba, incluso que deliraba a veces. Que sufría verdaderas alucinaciones, aunque él pensara que fueran ciertas. Son percepciones que surgen en ausencia de una realidad externa.
- ¿A qué se refiere?
- Las personas paranoicas o esquizofrénicas ven y oyen cosas que no están presentes en la realidad. No obstante, para el que sufre una alucinación, que no necesariamente tiene que estar provocada por una enfermedad, ésta es muy real; puede limitar la percepción en todos los aspectos, empezando por la manera en que se proyecta al mundo exterior. Últimamente Eusebio y yo hablábamos a menudo de Joaquín. Cuando se incorporó a la Facultad estuvo unos meses muy bien, pero Eusebio me dijo que esta semana volvía a estar preocupado.
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- Más a mi favor, ¿no cree?
A César Moreno se le crispó la cara cuando le dijo a Ricardo Rey:
- ¿Le han parecido poco reales las heridas de Eusebio? ¿No era real el cuerpo desangrado?
- Usted mismo me está diciendo que Joaquín Moya no está bien.
- Lo que le estoy diciendo es que las alucinaciones se producen en el interior de la mente. Son una forma de conciencia estrictamente sensitiva, tan buena y cierta como si fuera un objeto real que tuviéramos delante, sólo que el objeto no está ahí. Pero éste no es el caso, inspector. Joaquín Moya, a pesar de lo que he creído durante meses, sólo estaba hablando de la realidad, por muy difícil que nos resulte aceptarla.
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- ¿De qué me está hablando, doctor?
- Joaquín lleva meses hablando de que las muertes que ha investigado son obra de uno o varios vampiros. Y que uno de ellos es Miguel Serrano.
Un silencio sepulcral se hizo en la cafetería cuando, a pesar de las luctuosas circunstancias, el inspector Ricardo Rey soltó una sonora carcajada.
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